Autor: Carolina Crespo
Fernández
El diccionario de la RAE
dedica pocas palabras al término "elegancia", a pesar de que el
cultivo de este arte forma parte de la educación humana.
Una cosa es la
"educación" –practicar las formas de cortesía– y otra la
"formación", la transmisión de hábitos de comportamientos humanos.
El
cultivo de la elegancia pertenece a las profundidades de la sensibilidad humana
y es difícil de expresar. La elegancia es sublime, se eleva sobre lo normal. De
la elegancia hablan desde los llamados entendidos en la materia en las revistas
especializadas en moda hasta los expertos del marketing. Pero, ni unos ni
otros, tienen en cuenta que la elegancia es un bien invisible.
La elegancia no
tiene nada que ver con lucir el más famoso de los reptiles del ámbito de la
moda y otros sucedáneos, sino que es algo más elevado. No hay que dejarse
tiranizar por los llamados especialistas en elegancia, que solo se mueven por
criterios humanos y comerciales.
La elegancia invita
a la trascendencia; va más allá de las tendencias de moda que nos tratan de
imponer cada temporada; la elegancia no pasa nunca de moda, es clásica. La
elegancia la conforman el modo de andar, el porte, el modo de hablar, de
vestir, de comer, etc. Decía Azorín: "Hay un modo elegante de llevar un
traje, de sostener una pluma entre los dedos para escribir (?), formas de hacer
que requieren un aprendizaje."
Es cierto que
nuestra imagen es nuestra tarjeta de presentación; es nuestra proyección al
exterior. Pero, ese envoltorio que es nuestra imagen, para ser elegante, ha de
contener equilibrio y armonía. Por ello, la elegancia es un don que nace dentro
y se transmite al exterior.
No solo somos un cuerpo, sino un ser con un alma,
pero solo la belleza de esta última es inmune al paso del tiempo. Cuando se
posee armonía entre el interior y el exterior se puede decir que los ojos son
el reflejo del alma, al margen de la edad, de la estatura y de la complexión
física; por ello, hay que percibir más allá de las apariencias, captar la
belleza sutil y la belleza espiritual. "Lo esencial es invisible a los
ojos", escribió Antoine de Saint-Exupéry.
Caminemos pues,
contracorriente, no admiremos a esos modelos que invaden todos los medios de
comunicación, porque no son superiores a nosotros; huyamos de la ordinariez, de
la vulgaridad, de la zafiedad y del mal gusto, en aras de una sociedad más
delicada, sutil, sensible, cultivada, distinguida y elegante. Por supuesto que
esto requiere esfuerzo, porque para alcanzar los valores más sublimes hay que
llegar a la cima, pero creo que merecía la pena.
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