Es el instrumento de encuentro de los hombres con
Cristo y que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús.
Celebramos el día del apóstol San Andrés, meditaremos
hoy acerca de este gran apóstol.
El Apóstol Andrés es un hombre sencillo, tal vez también pescador como su
hermano Simón, buscador de la verdad y por ello lo encontramos junto a Juan el
Bautista. No importa de dónde viene ni qué preparación tiene. Parece, por lo
que conocemos de él en el Evangelio, que entre otras muchas cosas algo que va a
hacer es convertirse en un anunciador de Cristo a otros.
He ahí el Cordero de Dios (Jn 1,36). Estando Andrés junto a Juan el
Bautista escucha de él estas palabras. De repente se siente inquieto por ellas
y se va con Juan tras Jesús. Él les pregunta: ¿Qué buscáis?, a lo que ellos le
dicen: ¿Dónde vives?. Jesús entonces les dice: "Venid y lo veréis".
Ellos fueron con Jesús y se quedaron con Él aquel día. Ha sido Juan el Bautista
quien les ha enseñado a Cristo, y antes que nada Andrés ha querido hacer
personalmente la experiencia de Cristo. Estando junto a él ha descubierto dos
cosas: que Cristo es el Mesías, la esperanza del mundo, el tesoro que Dios ha
regalado a la humanidad, y también que Cristo no puede ser un bien personal,
pues no puede caber en el corazón de una persona. A partir de ahí, la vida de
Andrés se va a convertir en anunciadora de Dios para los demás hasta morir
mártir de su fe en Cristo.
Hemos encontrado al Mesías (Jn 1,41). La primera acción de Andrés, tras
haber experimentado a Cristo, es la de ir a anunciar a su hermano Simón Pedro
tan fausta noticia. Simón Pedro le cree y Andrés le lleva con el Maestro.
Hermosa acción la de compartir el bien encontrado. Andrés no se queda con la
satisfacción de haber experimentado a Cristo. Bien sabe que aquel don de Dios,
a través de Juan el Bautista que le señaló al Cordero de Dios, hay que
regalarlo a otros, como su Maestro Juan el Bautista hizo con él. Queda claro
así que en los planes de Dios son unos (tal vez llamados en primer lugar)
quienes están puestos para acercar a otros a la luz de la fe y de la verdad.
¡Gran generosidad la de Andrés que le convierte en el primer apóstol, es decir,
mensajero, de Cristo, y además para un hermano suyo!
Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús (Jn 12,20). Se refieren estas
palabras a una escena en la que unos griegos, venidos a la fiesta, se acercaron
a los Apóstoles con la petición de ver a Jesús. Andrés es uno de los dos
Apóstoles que se convierte en instrumento del encuentro de aquellos hombres con
Cristo, encuentro que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús. ¿Puede haber
labor más bella en esta vida que acercar a los demás a Dios, se trate de
personas cercanas, de seres desconocidos, de amigos de trabajo o compañeros de
juego? Sin duda en la eternidad se nos reconocerá mucho mejor que en esta vida
todo lo que en este sentido hayamos hecho por los otros. Toda otra labor en
esta vida es buena cuando se está colaborando a desarrollar el plan de Dios,
pero ninguna alcanza la nobleza, la dignidad y la grandeza de ésta.
El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección
de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por
el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y
de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de
tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se
nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del
Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar
algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y
de Cristo.
En primer lugar, tenemos que forjar la conciencia de que, entre nuestras muchas
responsabilidades, como padres, hombres de empresa, obreros, miembros de una
sociedad que nos necesita, lo más importante y sano es la preocupación que nos
debe acompañar en todo momento por el bien espiritual de las personas que nos
rodean, especialmente cuando se trata además de personas que dependen de
nosotros. Constituye un espectáculo triste el ver a tantos padres de familia
preocupados únicamente del bien material de sus hijos, el ver a tantos
empresarios que se olvidan del bienestar espiritual de sus equipos de trabajo,
el ver a tantos seres humanos ocupados y preocupados solo del futuro material
del planeta, el ver a tantos hombres vivir de espaldas a la realidad más
trascendente: la salvación de los demás.
El hombre cristiano y creyente debe además vivir este objetivo con inteligencia
y decisión, comprometiéndose en el apostolado cristiano, cuyo objetivo es no
solamente proporcionar bienes a los hombres, sino sobre todo, acercarlos a
Dios. Es necesario para ello convencerse de que hay hambres más terribles y
crueles que la física o material, y es la ausencia de Dios en la vida. El
verdadero apostolado cristiano no reside en levantar escuelas, en llevar alimentos
a los pobres, en organizar colectas de solidaridad para las desgracias del
Tercer Mundo, en sentir compasión por los afligidos por las catástrofes,
solamente. El verdadero apostolado se realiza en la medida en que toda acción,
cualquiera que sea su naturaleza, se transforma en camino para enseñar incluso
a quienes están podridos de bienes materiales que Dios es lo único que puede
colmar el corazón humano. ¿De qué le vale a un padre de familia asegurar el
bien material de sus hijos si no se preocupa del bien espiritual, que es el
verdadero?
Hay un tema en la formación espiritual del hombre a tener en cuenta en relación
con este objetivo. Hay que saber vencer el respeto humano, una forma de orgullo
o de inseguridad como se quiera llamarle, y que muchas veces atenaza al
espíritu impidiéndole compartir los bienes espirituales que se poseen. El
respeto humano puede conducirnos a fingir la fe o al menos a no dar testimonio
de ella, a inhibirnos ante ciertos grupos humanos de los que pensamos que no
tienen interés por nuestros valores, a nunca hablar de Cristo con naturalidad y
sencillez ante los demás, incluso quienes conviven con nosotros, a evitar dar
explicaciones de las cosas que hacemos, cuando estas cosas se refieren a Dios.
En fin, el respeto humano nunca es bueno y echa sobre nosotros una grave
responsabilidad: la de vivir una fe sin entusiasmo, sin convencimiento, sin
ilusión, porque a lo mejor pensamos eso de que Dios, Cristo, la fe, la Iglesia
no son para tanto.
Autor: P. Juan J. Ferrán