Es una de las preguntas que escucho con más frecuencia
A veces nos sentimos insatisfechos con nosotros mismos. Tenemos la
sensación de que no encajan las piezas del rompecabezas; que no están bien
ensambladas mi identidad, mi vida íntima y mi comportamiento. La conciencia
reclama y dice que algo anda mal.
Esto puede tener diversas causas. Entre otras, sucede cuando una persona se
comporta de una manera que no corresponde a la propia verdad, sea por
incoherencia, sea para dar una apariencia falsa de sí mismo.
Para tener
armonía, el ser y el obrar deben encajar
Para ser una persona
en armonía, de una sola pieza, es necesario que encajen el ser y el obrar. Una
persona madura es aquella que se comporta conforme a lo que es. Y cuando hablo
de ser y de identidad me refiero a lo básico, a lo más profundo de nosotros mismos:
nuestra condición de creaturas, de hijos de Dios, de cristianos.
Conversando sobre este tema con un hermano sacerdote, el P. John Hopkins, L.C.,
me hizo un dibujo que me gustó y al que luego hice ciertas adaptaciones:
* La fachada es aquello que queremos que los demás vean y piensen de
nosotros.
* La puses aquello que si bien es verdad, preferimos esconderlo, pues
reconocemos que estamos mal.
* El corazón es nuestra identidad, nuestra verdad más profunda. Lo que somos a
los ojos de Dios.
Leí hace tiempo un cuento:
Un viejo indio Cherokee le habló a su nieto sobre una batalla que se libra en
el interior de las personas. Le dijo: "Hijo mío, la batalla es entre dos
lobos que llevamos dentro. Un lobo es el pecado: la rabia, la impaciencia, la
decepción, el rencor, el resentimiento, el odio, el orgullo, el deseo de
venganza, el ego, el orgullo. El otro lobo es el bien: es el perdón, la
misericordia, la paz, el respeto, la esperanza, la bondad, la compasión, la
confianza, la humildad, el amor..." El niño se quedó pensando y luego le
preguntó a su abuelo: "Abuelo, ¿cuál lobo gana la batalla?" El
anciano le respondió: "Aquél al que tú alimentas."
Si queremos vivir en armonía, ser personas de
profunda paz interior y que irradien paz a su alrededor, debemos alimentar el
corazón.
¿Con qué? Con los
sacramentos y la oración. Cuidar la vida de gracia para que sea la presencia de
Dios en nosotros la fuente de paz interior. Y cuidarla significa buscarla y
dejarla actuar. Dejar actuar a Dios dentro del corazón, dar espacio a la labor
silenciosa de la gracia divina, que vence nuestras resistencias y cura nuestras
llagas.
"El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo
que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da,
va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel". (Mt 13, 44)
Así es la gracia en nuestra vida. Un tesoro escondido por el que valdría la
pena venderlo todo, porque todo nos lo da. La semana pasada celebramos la
fiesta de la conversión de San Pablo. El recuerdo de Saulo de Tarso nos anima a
confiar en el poder de la gracia acogida, consentida y correspondida por
nuestra voluntad libre. En las vísperas celebradas por S.S. Benedicto XVI en la
basílica de San Pablo Extramuros, el Santo Padre decía:
"Tras el evento extraordinario que sucedió en el camino de Damasco,
Saulo, quien se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente,
fue transformado en un apóstol incansable del evangelio de Jesucristo. En la
historia de este extraordinario evangelizador, es claro que tal transformación
no es el resultado de una larga reflexión interior y menos el resultado de un
esfuerzo personal. Es, ante todo, obra de la gracia de Dios que ha actuado
conforme a sus inescrutables caminos. Por esto Pablo, escribiendo a la
comunidad de Corinto unos años después de su conversión, dice, como hemos
escuchado en la primera lectura de estas Vísperas: "Mas, por la gracia de
Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí." (I
Corintios 15:10). Por otra parte, examinando cuidadosamente la historia de san
Pablo, se comprende cómo la transformación que ha experimentado en su vida no
se limita al plano ético --como una conversión de la inmoralidad a la
moralidad--, ni al nivel intelectual --como cambio del propio modo de entender
la realidad--, sino más bien se trata de una renovación radical de su ser,
similar en muchos aspectos a un renacimiento. Tal transformación tiene su base
en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y
se presenta como un proceso gradual de configuración con Él. A la luz de esta
conciencia, san Pablo, cuando luego sea llamado a defender la legitimidad de su
vocación apostólica y del evangelio por él anunciado, dirá: "Ya no vivo
yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del
Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20)."
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica nos confirma que:
"Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las
obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas
segundas: "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien
le parece" (Flp 2,13). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la
criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad
de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque "sin el
Creador la criatura se diluye"; menos aún puede ella alcanzar su fin
último sin la ayuda de la gracia". (CIC, 308)
Como escribía al inicio del artículo, las causas de nuestro desasosiego
interior pueden ser muchas. Sabemos que existen asimismo elementos humanos que
contribuyen a la paz interior y que si Dios quiere podremos tratar más
adelante. Quedémonos hoy con el gusto de haber reflexionado en lo que Dios
puede hacer con nosotros, por medio de su gracia, si sabemos alimentarnos de
ella.
Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com
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