Con más o menos acierto, en todas las épocas de la
historia, los pensadores han estado pendientes de los signos de los tiempos.
Quien ha sido más capaz de descifrarlos, de entender bien el pasado y el
presente para proyectarlos hacia el futuro, es quien mejor ha captado el origen
de los cambios, se ha hecho presente en ellos y ha dirigido el futuro hacia la
felicidad de los hombres. Por el contrario, los que han captado el futuro
partiendo de una idea errada han sido hombres y mujeres capaces de convertir en
catastrófica la existencia humana. Hitler y Stalin equivocaron el fin y, por consiguiente,
fallaron en los medios, produciendo la más sangrienta de las guerras y un
caudal de muertos inocentes, cuyo sólo pensamiento aterra.
No hace falta pensar en los caídos en Vietnam, Camboya o
China. O los que son fruto de las guerras sin sentido en curso. En la
antigüedad romana, griega, en Mesopotamia, también tiraban a dar, pero provocaban
relativamente pocas bajas. Cuando Alejandro redondeó su imperio, tenía muchos
menos muertos detrás que los producidos por los bombardeos de Hiroshima y
Nagasaki. Ahora, con una profunda mirada hacia atrás, si deseamos otear el
futuro para prepararlo digno del hombre, hemos de tener en cuenta dónde
estamos, aunque la tarea adquiera proporciones gigantescas.
¿Qué signos apreciamos en nuestro tiempo? Una respuesta
apresurada podría conducir a la crisis económica, sus causas, efectos y
soluciones. Aunque la economía no es mi fuerte -y de entrada, sería la
respuesta-, pienso que los signos de los tiempos van por otro lado. Considero que
lo más característico desde hace trescientos años -por redondear- es el
progresivo alejamiento de Dios conducente a producir un hombre que no es sino
una caricatura de lo que debe ser. La dificultad estriba en hacer consciente a
una persona de que no es camino el dirigido a un horizonte cerrado en la
simpleza de poder elegir lo le dé la gana sin ningún referente, sin finalidad.
El gran error de nuestra época no está en las "preferentes", sino en
el cumulo de mentiras que las han hecho posibles. Más, de algún modo, hemos
querido esas mentiras, hemos elegido tener más a costa de ser menos. Y estamos acabando en no poseer nada ni ser nadie.
En el campo político habría que remontarse al siglo XVI,
cuando "El Príncipe" de Maquiavelo traza un fuerte cambio al indicar
que la política y el gobernante están exentos de toda norma. El príncipe ha de
ser amado y temido. Esa falta de ética marca el inicio de un comportamiento que
irá acentuándose progresivamente. La Ilustración exalta el empirismo, que podrá las bases para
el deslumbramiento ante los avances científicos, junto al papel omnímodo
atribuido a la razón. En la economía, bastará decir que nos andamos lamentando
de aquello que hemos querido, tanto el marxismo como el puro liberalismo. La Ilustración
aporta también un ideal de felicidad que quizás ha conducido al hedonismo y
consumismo actuales, así como la creencia en la bondad natural del hombre y el
consiguiente optimismo irreal, no a la manera del que cree en Dios, sino con
las fuerzas naturales de quien ha perdido la noción de su naturaleza.
Son solamente unas pinceladas sobre la fragua del hombre de
nuestro tiempo y las correlativas consecuencias. Sin Dios, se pierde todo punto
de referencia y al hombre le resta un libre arbitrio que acaba no siendo propio,
porque responde como un autómata a los eslóganes que le proporciona la sociedad
de consumo, los medios de comunicación y un pensamiento débil. Paradójicamente,
la exaltación de la razón ha concluido por empequeñecerla, incapaz de buscar
verdades profundas que orienten una libertad constructiva de la persona. El
relativismo ha encontrado su humus perfecto en un laicismo interesado en la
extracción violenta de las raíces cristianas.
La pérdida de prestigio de la política no tiene la corrupción
como causa última, ni la falta de ejemplaridad de ciertos líderes. Su cepa debe
buscarse en el origen de esos males que veo en ese proceso histórico que
concluye por despreciar al hombre, puesto que una persona sin raíces ni
referencias, acaba siendo un monigote, a lo más un votante, simple número de
una estadística. El proceso iniciado en el Renacimiento -con avances óptimos-
ha conseguido que los valores últimos más sublimes -como escribía M. Weber- han
desaparecido de la vida pública, la economía se ha mercantilizado de modo que
el individualismo crece a la par que la globalización. También, mientras se
conquistaban libertades, ha ido creciendo el Estado y lo público ha pasado a ser lo
estatal, cuando lo público debe ser un espacio social común.
No concluiré negativamente, porque es enormemente positivo
pensar que ésta es la hora de volver a la pregunta sobre Dios para descubrir al
hombre en toda su dignidad, para devolver su lugar a la ética: sin ella, la "polis"
se convierte en un infierno. No impongo una fe, escribo de libertad porque sin
una libertad cabal, no crece la fe, pero tampoco la persona. Y con el optimismo
de que también se aceleran los procesos positivos.
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