Cuando
vamos a la Misa, nosotros llevamos al altar nuestra vida entera, para ofrecerla
con el vino y el pan.
¿Es
cierto que el trabajo puede ser llevado al Altar como hostia personal
nuestra?...
Todas las religiones han tenido siempre su centro en el altar. Todas han
expresado el culto a Dios con el sacrificio. Las víctimas inmoladas
--normalmente animales de uso doméstico--, eran la expresión del dominio de
Dios sobre todas las criaturas.
El Cristianismo no es una excepción, y todo él converge en Jesucristo que se
inmola en el altar de la Cruz.
Después, resucitado, el mismo Jesucristo --que en el Cielo está como víctima
glorificada-- se hace presente en nuestros altares.
La Iglesia, entonces, no ofrece ni ofrecerá jamás otro sacrificio que el de
Cristo, el que murió en el Calvario y el que ahora está a la derecha de Dios.
Esto es el sacrificio de la Misa.
Pero, dirán algunos:
- Muy bien, ése es el sacrificio de Cristo. ¿Y el sacrificio personal mío, el
que pueda ofrecer yo a Dios, dónde está?... Si Dios no acepta otro sacrificio
que el de Jesús, ¿yo, qué puedo hacer?...
La pregunta es muy legítima. Y quién sabe si la respuesta a esta pregunta
inquietante nos la dio, y muy acertada, aquel muchacho que trabajaba duro en el
taller. El hierro era resistente, pero salía de la fragua, y del torno después,
convertido en una pieza maestra, que, levantada a lo alto, le hacía exclamar al
simpático obrero:
- ¡Qué hermoso es un eje bien hecho! Me parece que hay en él algo de Dios. Es
un poco mi propia hostia.
¡Bien dicho! Cuando vamos a la Misa, no podemos ir con las manos vacías. Si no
llevamos algo de la propia vida, algo que nos cueste, algo que signifique
sacrificio, dolor, esfuerzo, lucha, deber..., asistiríamos --sólo
asistiríamos-- al sacrificio de Cristo, pero no participaríamos en él.
Es decir, no tendríamos ninguna parte nuestra, porque no habríamos llevado nada
nuestro para ofrecerlo a Dios. Para que sea sacrificio de Cristo y nuestro,
hemos de aportar algo de la propia vida.
Cuando vamos a la Misa, nosotros llevamos al altar nuestra vida entera, para
ofrecerla con el vino y el pan, que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, en un solo sacrificio para gloria de Dios.
Allí está nuestra oración, hostia de alabanza, salida de labios limpios, nos
dice la misma Biblia. ¡Qué sacrificio tan inocente y tan bello!...
Allí está nuestra pureza de vida, nuestros cuerpos que se ofrecen como
sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como nos enseña San Pablo.
¡Bendita castidad la de los cristianos!...
Pero llevamos al altar, de modo especial, nuestro trabajo de cada día. En la
Misa dominical, llevamos el de la semana entera. El trabajo que nos cansa, que
nos rinde, que nos hace sudar, que nos aburre muchas veces. Ese trabajo es
nuestra cruz, y es por eso también la gran aportación nuestra al sacrificio de
Cristo.
Ese problema tan grave de nuestros días, la llamada cuestión social, se ha
centrado siempre en la relación trabajo-capital. El capital mandaba, pues tenía
todos los resortes en sus manos. Pero los obreros supieron salir por sus
derechos, conculcados por los más fuertes. Se creó así una insostenible
situación de injusticia y de violenta reacción. Al mantenerse firme el uno, y
al verse desatendidas las legítimas reclamaciones de otros, ha venido tanta
revolución, tanta guerra, tanta sangre.
Lo lamentable ha sido que en toda la cuestión social se ha tenido marginado a
Dios. Los del capital, en la práctica de su religión, no ofrecían a Dios la
hostia de su justicia, de su amor, de su caridad. Y los trabajadores,
desdeñados, dejaron de mirarse en el Obrero de Nazaret, que nos descubrió a todos
desde su taller dónde están los verdaderos valores de la vida.
El trabajo bien hecho --no el flojo y desganado del perezoso--, es una obra de
Dios, al que prestamos nuestras manos para que Él siga realizando su tarea
creadora.
El trabajo bien realizado por nosotros no se diferencia del de Jesús, el
Carpintero de Nazaret, que decía de sí mismo:
- Yo trabajo, como trabaja siempre mi Padre.
Si nuestro trabajo es como el de Cristo, y el de Cristo como el del Padre,
estemos seguros de que no podemos escoger para el altar una hostia propia
nuestra, ni más agradable a Dios, como ese trabajo de cada día, hecho con la
misma perfección del mismo Cristo y del mismo Dios....
Hebr. 13, 15. Rom. 12, 1. Jn. 5,17.
Autor: Pedro García, Misionero
Claretiano.
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