Autor: Pablo
Cabellos Llorente
A
finales siglo XIX, El capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, de origen
judío y alsaciano, fue acusado de haber entregado documentos secretos a los
alemanes. Enjuiciado por un tribunal militar, fue condenado a prisión perpetua,
degrado y desterrado a la Isla del Diablo, cercana a la costa de la Guyana
francesa, por un delito de alta traición. En ese momento, tanto la opinión pública como la clase
política francesa adoptaron una posición abiertamente contra Dreyfus,
cuya inocencia se demostró años más tarde.
Después
del injusto proceso y condena, Emilio Zola escribió la conocidísima carta al
Presidente de la República que concluye con una serie de denuncias a los
intervinientes en el juicio, comenzando cada una de ellas con la frase “Yo acuso”, con la que ha pasado
a la historia ese razonado y magnífico mensaje con trazas de gran fuerza.
Ha
venido a mi mente la carta de Zola pensando en los problemas que suceden a
nuestro alrededor. No pretendo inculpar a nadie de nada, porque todos somos
culpables, en una u otra medida, de lo que escribo después. Además, los juicios
morales han de ser emitidos con mucha cautela, sobre todo al tratarse de
personas. Por eso no señalaré a ninguna. Escribo de hechos, ideas, conductas
más o menos generalizadas y perturbadoras, por si sirven para averiguar soluciones positivas.
Consideremos
primero la confusión de poderes propiciada por nuestras propias leyes,
engendradoras de la politización de la
Justicia, el factor más extraviado a causa del desarreglo originado por el modo
de constituir tanto el Consejo General del Poder Judicial como el Tribunal
Constitucional. Es difícil atisbar la verdadera Justicia en algunas
resoluciones dictadas según la composición de la mayoría conservadora o
progresista. Puede originar resoluciones
ajenas a la ética.
Otro
asunto a resolver es el filtrado de documentos policiales o judiciales y su
posterior publicación en los medios, aún estando bajo secreto del sumario o
incluso antes de que el “presunto” sea ni siquiera presunto, pero lo obtenido
ilegalmente puede “condenarlo” ante la opinión pública anticipándose a toda
acusación. Aparte de situar el derecho a la información por encima del que
gozamos sobre la imagen o la fama –lo que sería bien discutible-, ¿alguien ha
intentado averiguar la fuente de la filtración que puede causar tanto daño? ¿O
qué obtiene a cambio esa persona? Mientras, el “presunto” permanece en estado
de indefensión. Además, suele cargarse al acusado con la prueba, en vez de
probar el acusador.
Existe
susto para defender el matrimonio, la familia o la vida, porque parece más
correcto dejar que cada uno haga de su capa un sayo. Algunos aseguran defender
a la mujer otorgándole el triste poder de matar al “nasciturus” y dejándole a
cambio una vida acaso desgarradamente sola. Es como tratar de proteger la
propiedad privada autorizando el robo,
pero peor. El desgaste de la familia y el matrimonio natural y estable es tan
patente que ni se admite su defensa. No
pensamos en el deterioro social producido, por ejemplo, en la facilidad para
romper vínculos, con pérdida del sentido de la fidelidad y la lealtad; con una
aminorada capacidad para el ejercicio de la libertad con lo que la engrandece:
la adopción de compromisos serios, la elección de opciones valientes. La libertad
crece cuando sirve para buscar la verdad y el bien y vivirlos.
Se
pide una escuela pública laica y de calidad. Nada que objetar salvo si significa
–como sucede a menudo- negar la existencia de toda otra posibilidad. Para
algunos, el laicismo se ha convertido en una religión excluyente, en un fundamentalismo que, aplicado a la escuela,
niega a los padres de familia la facultad de elegir la educación que deseen
para sus hijos, sin mayores o menores derechos para ningún tipo de escuela. Pagan sus gabelas los partidarios de
cualquier modelo escolar, por lo que tienen derecho a que el Estado sufrague
toda forma de enseñanza obligatoria. ¿Somos conscientes de que hay centros educativos
en los que se problematiza gravemente a niños y niñas de diez años animándoles
a pensar en qué género desean encuadrarse?
Existen
católicos encogidos, consentidores del “dogma” obligatorio de una práctica de
la fe reducida a la intimidad. Pero el
cristianismo es vida, ha de manifestarse en la conducta. Aceptan el tipo de
laicismo citado antes –en lugar del espíritu laical-, y se han convencido
de que la fe ha de guardarse en el
reducto de la conciencia. Que lean al Papa Francisco animando a salir a la
calle, a llegar a todas las periferias: de la miseria económica, de la exclusión social, de la marginación y, las
más primordiales: la miseria moral y la espiritual, la ausencia de Dios, que convierte la vida es un sinsentido.
De
estos y otros asuntos hay muchos que piensan que alguien hará algo, que alguno
debería actuar, mientras que cada uno hacemos como que no vemos las
injusticias, las exclusiones, el hambre, la degradación social buscada y generada
por los interesados en la ausencia de
Dios. Pienso que todos hemos de hacer algo, porque quien no es parte de la
solución se convierte en parte del problema.
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