En la Iglesia Católica nacimos por el Bautismo para el Reino. En la Iglesia
vivimos y en la Iglesia queremos morir.
Jesús empezó la proclamación del Evangelio, apenas salido del Jordán, clamando
por todos los poblados de Galilea:
- ¡El Reino de Dios ha llegado! ¡El Reino de Dios está ya presente!...
Está presente, decía Jesús ya en su tiempo. Cuánto más lo diría ahora.
Pero falta mucho todavía para el fin. Así lo entendió aquel príncipe ruso. Era
diplomático al servicio del zar, y al morir éste fusilado con toda su familia
cuando llegó el comunismo, el fiel servidor del rey fue detenido y sometido a
juicio.
- ¿Da usted el voto al comunismo, renunciando a su difunto rey?
Fiel servidor del rey y más fiel servidor de Dios, el digno diplomático
contestó ante el tribunal revolucionario:
- No; mi voto es solamente para el reinado de Dios en la Tierra.
Condenado y desterrado, murió como sacerdote de la Iglesia Católica. Aún antes
de abrazar el catolicismo, cuando oía pronunciar el nombre del Papa se ponía en
pie y hacía una reverencia. Para este mártir de su pueblo ruso, el Reino de
Dios estaba confiado a la Iglesia Católica, puesta por Jesucristo en manos de
Pedro como Vicario suyo, como lo presenta, progresivamente, el mismo Evangelio.
Cuando nota Jesús que el ambiente está maduro entre los apóstoles, le hace a
Simón Pedro una promesa solemne:
- Tú eres Pedro, tú eres roca, y sobre esta Roca edificaré yo mi Iglesia.
Antes de morir, sabiendo que todos se van a dispersar y que iba a fallar hasta
el mismo Pedro, le encarga Jesús:
- Cuando regreses después de tu caída, confirma tú en la fe a tus hermanos.
Y una vez resucitado, Jesús cumple la promesa a Pedro, y le encarga:
- Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.
Al final, dice Jesús que volverá glorioso como Rey para juzgar al mundo, y a la
Iglesia la meterá en el Reino definitivo de Dios:
- ¡Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino que os está preparado
desde el principio del mundo!
Pablo comentará como colofón de todo:
- Cristo entregará el Reino al Padre, para ser Dios todo en todas las cosas.
Y la Iglesia confiesa, conforme a la palabra del Señor, que su Reino no tendrá
fin.
Como podemos entender, esta visión del Reino y de la Iglesia es imponente.
Estamos ya en este Reino, aunque todavía no se ha consumado, pues la victoria
final no llegará hasta que el mundo termine. Ahora la Iglesia, anunciadora y
portadora del Reino, tiene que sufrir las consecuencias de un mundo
convulsionado por el pecado, y ha de aguantar persecución, porque el Reino de
los cielos padece violencia, y solamente los esforzados se hacen con él.
Al llegar el Reino, esperado por los judíos de modo espectacular, Jesús aparece
humilde, se ve rechazado hasta parar en la cruz, y les dice a los que querían
un Reino glorioso:
- El Reino de Dios no viene espectacularmente, sino que está dentro de
vosotros.
La Iglesia, sabiendo que encarna el Reino, sigue los mismos pasos del Señor.
Cuando se ve perseguida, cuando anuncia la Buena Noticia a los pobres, cuando
se derrama en mil obras de caridad, cuando camina en humildad y sencillez,
cuando hace los prodigios de amor que Jesús..., entonces está cumpliendo su
misión de establecer, consolidar y llevar adelante el Reino.
Pero nosotros no miramos el Reino solamente de un modo global --a nivel de toda
la Iglesia--, sino de manera personal, individual, dentro de mí, de mi propia persona.
Cada uno de nosotros se dice con plena convicción:
- Yo tengo la ciudadanía del Reino, vivo conforme acredita esta mi cédula de
identidad, y crezco, crezco siempre en la gracia y la santidad del Reino, hasta
que me llegue el momento de recibir el premio que el Rey me tiene prometido.
Porque Jesucristo cumple su palabra, tiene riquezas y las da. No hace como
aquel rey persa de la antigüedad, que, en guerra contra su hermano, promete a
sus soldados:
- Después de la victoria os repartiré riquezas sin cuento. Mi preocupación no
es que no voy a tener que dar, sino que no voy a contar suficientes amigos para
repartir tanto como voy a tener. Además, a cada uno de los griegos que lucháis
por mí, os daré una corona de oro.
¡Qué bonitas palabras! Aquel rey fue derrotado, murió en la batalla, las
riquezas prometidas no aparecieron por ninguna parte, y la corona de oro no se
vio jamás...
Jesucristo, sí; Jesucristo promete y da. Lo que le faltan al Rey Jesús son más
seguidores incondicionales a quienes dar después el Cielo, que será el Reino en
su consumación final.
En la Iglesia Católica nacimos por el Bautismo para el Reino. En la Iglesia
vivimos y en la Iglesia queremos morir. En la tierra estamos dentro del Reino
que lucha, y nosotros no rehuimos formar parte en la batalla. Después estaremos
en el Reino triunfante....
Autor: Pedro García, Misionero
Claretiano
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