Al ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos
los hombres subieran con Él a la patria eterna.
¡El domingo día de la Ascensión del Señor!
¿Qué decir a los hombres sobre ella? ¿Qué te dirás a ti mismo? La Ascensión
clava nuestra esperanza de forma inviolada en nuestra propia felicidad eterna.
Así como Jesús, tu Hijo, el Hijo de José y María, ha subido con su cuerpo
eternizado a la patria de los justos, así el mío y el de mis hermanos, el de
todos los fieles que se esfuercen, subirá para nunca bajar, para quedarse para
siempre allí.
La Ascensión, además, es un subir, es un superarse de continuo, un no
resignarse al muladar. Subir, siempre subir; querer ser otro, distinto, mejor;
mejor en lo humano, mejor en lo intelectual y en lo espiritual. Cuando uno se
para, se enferma; cuando uno se para definitivamente, ha comenzado a morir. Se
impone la lucha diaria, la tenaz conquista de una meta tras otra, hasta
alcanzar la última, la añorada cima de ser santo. Esa es mi meta, esa es mi
cima. ¿También la tuya?
Al ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos los
hombres subieran con Él a la patria eterna. Había pagado el precio; había
escrito el nombre de todos en el cielo, también el tuyo y el mío. El cielo es
mío, el cielo es tuyo. ¿Subimos o nos quedamos? ¿Eterno muladar o eterna
gloria? Voy a prepararos un lugar. ¡Con qué emoción se lo dijiste! Dios
preparando un lugar, tu lugar, en el cielo.
Dios creó al hombre, a ti y a mí, para que, al final, viviéramos eternamente
felices en la gloria. Si te salvas, Dios consigue su plan, y tú logras tu
sueño. Entonces habrá valido la pena vivir...
¡Con cuanta ilusión Jesús hubiera llevado a la gloria consigo a sus dos
compañeros de suplicio! Pero sólo pudo llevarse a uno. Porque el otro no
quiso...
Si Cristo pudiese ser infeliz, lloraría eternamente por aquellos que, como a
Gestas, no pudo salvar. Jesús lloró sobre Jerusalén, Jesús ha llorado por ti,
cuando le has cerrado la puerta de tu alma. Ojalá que esas lágrimas, sumadas a
su sangre, logren llevarte al cielo.
Si tú le pides con idéntica sinceridad que el buen ladrón: "Acuérdate de
mí, Señor, cuando estés en tu Reino", de seguro escucharás también:
"Estarás conmigo en el Paraíso". Y así, el que escribió tu nombre en
el cielo podrá, por fin, decir: "Misión cumplida".
Dios es amor. El cielo lo grita.
Lo ha demostrado mil veces y de mil formas. Te lo ha demostrado a ti; se lo ha
demostrado a todos los hombres. Se lo ha probado amándoles sin medida,
perdonándoles todo y siempre; regalándoles el cielo, dándoles a su Madre. Si no
hemos sabido hacerlo, ya es hora de corresponder al amor. No podemos vivir sin
amor. La vida sin Él es un penar continuo, una madeja de infelicidad y
amarguras. Amar es la respuesta, es el sentido, amar eternamente al que
infinitamente nos ha amado.
La ascensión nuestra al cielo será el último peldaño de la escalera; será la
etapa final y feliz, sin retorno ni vuelta atrás. Debemos pensar en ella, soñar
con ella y poner todos los medios para obtenerla. Todo será muy poco para
conquistarla. Después del cielo sólo sigue el cielo. Después del Paraíso ya no
hay nada que anhelar o esperar. Todos nuestros anhelos más profundos y
entrañables, estarán, por fin, definitivamente cumplidos. Entonces, ¿te
interesa el cielo?
¿A quién debo una felicidad tan grande? ¿A qué precio me lo ha conseguido. ¿Qué
he hecho hasta ahora por el cielo? ¿Qué hago actualmente para asegurarlo? Y, en
adelante, ¿qué pienso hacer?
Al final de la vida lo único que cuenta es lo hayamos hecho por Dios y por
nuestros hermanos. "Yo sé que toda la vida humana se gasta y se consume
bien o mal, y no hay posible ahorro. Los años son ésos y no más, y la eternidad
es lo que sigue a esta vida. Gastarnos por Dios y por nuestros hermanos en Dios
es lo razonable y seguro".
Autor: P. Mariano de Blas LC
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