Él
siempre ha permanecido en la Iglesia de Cristo, vivificándola y santificándola.
Quizás,
para un número no pequeño de cristianos, desgraciadamente, el Espíritu Santo no
signifique gran cosa en sus vidas. Incluso, como pasó a un grupo de la
primitiva comunidad de Corinto, lleguen a ignorar su identidad y con qué
bautizo fueron bautizados. En el credo niceno-constantinopolitano, que a menudo
rezamos los participantes en la eucaristía dominical, proclamamos y profesamos
nuestra fe con estas palabras de la Iglesia: "Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el
Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas".
Es pues, el Espíritu Santo, persona divina; verdad que niegan los testigos de
Jehová, para quienes sólo es "la fuerza activa de Dios", negándole
los demás atributos divinos, idénticos al Padre y al Hijo.
Parece poco probable, es cierto, que los evangelistas, hayan oído hablar de la
Tercera Persona de la Sma. Trinidad, al realzar la obra del Espíritu Santo, en
la obra terrenal de Cristo. Pero la fórmula trinitaria integrada en la última
secuencia de MATEO ("Id pues, y haced discípulos de todos los hombres,
bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo "...)
subraya, sin lugar a dudas, la existencia personal y distinta del Espíritu, en
una única naturaleza divina, de tal manera como lo hace con las del Padre y del
Hijo. Según el libro de los Hechos descendió sobre la Iglesia el día de
Pentecostés. Su activa presencia se muestra -según había prometido Jesús- de
forma sorprendente a través de los acontecimientos relatados, de forma que pudo
denominarse a este libro del N.T. "El evangelio del Espíritu Santo".
Sabemos que los artistas de todos los tiempos han representado al Espíritu
Santo en forma de paloma o de lenguas de fuego, símbolos tomados de las
sagradas Escrituras. Él siempre ha permanecido en la Iglesia de Cristo,
vivificándola y santificándola con sus siete dones, produciendo abundantes y
maravillosos frutos de santidad a lo largo de veinte siglos. Nunca ha faltado
su asistencia de modo especial al Vicario de Cristo en la tierra, para que
pueda guiar a sus hermanos en la verdad revelada, sin error hasta el final de
los siglos.
Todos los cristianos debemos encomendarnos a Él, invocándole muy a menudo, con
jaculatorias y con oraciones, procurando que su santa gracia -su luz y su
fuerza -guíen y acompañen siempre a su Iglesia y a cuantos tenemos la suerte de
formar parte de ella.
Como conclusión trascribo aquí una preciosa invocación al Espíritu Santo:
Envía, Señor, tu Espíritu,
que renueve nuestros corazones. Envíanos, Señor, tu luz y tu calor, que alumbre
nuestros paso, que encienda nuestro amor. Envíanos tu Espíritu y un rayo de tu
luz, encienda nuestras vidas en llamas de virtud. Envíanos, Señor, tu fuerza y
tu valor, que libre nuestros miedos, que anime nuestro ardor; envíanos tu
Espíritu, impulso creador, que infunda en nuestras vidas la fuerza de su amor.
Envíanos, Señor, la luz de tu verdad, que alumbre tantas sombras de nuestro
caminar; envíanos tu Espíritu, su don renovado, engendre nuevos hombres con
nuevo corazón..
Autor: Miguel Rivilla San
Martìn. Pbro.
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