Autor: Pablo Cabellos Llorente
Entiendo que bastantes personas tengan una idea fea
sobre la fe y la religión. ¿Por qué? Diversos factores: muchas veces la
explicamos mal, en otras ocasiones de modo negativo, desordenado, con poca
planificación, con lenguaje ininteligible... También hay es cierto que algunos
no están dispuestos a escuchar. Dicen que de entrada, no. El caso es que se ve
la vida de fe como una antigualla o algo oscuro, negativo, triste. Y sin
embargo es bella.
Una parte de la belleza radicaría en la armonía interior de
la persona, siempre que no se la haga consistir en un rigorismo conductual.
Enseguida se podrá objetar que el cristianismo es exactamente eso. Y no lo es,
primordialmente porque descansa en la identificación con alguien sumamente
libre: Cristo. Es cierto que, como decía Millán Puelles, toda ética comporta
unos deberes, pero es preciso convencer, motivar y hacer feliz a la gente para
que ésta obre como le conviene. En caso contrario, los ideales fracasan y se
abandonan. La ética de los deberes se completa con la ética de los bienes y de
las virtudes, que comportan placer y felicidad. Pienso que nada más amable y capaz de hacer feliz que la
fascinación por Cristo. Basta leer el Evangelio despacio.
Otro modo de ver la belleza, especialmente en el hombre, es
la orientación al despliegue y desarrollo de sus potencialidades hasta
perfeccionarlas. La teleología de un ser, escribió Polo, es su dirección hacia
la plenitud de que es capaz. Actuar finalizado
se opone a cualquier tipo de determinismo. Así, lo más importante en el hombre
son los fines que, si se conquistan libremente, contribuyen a la belleza de la
armonía antes referida. Nada más elevado ni bello que tener a Dios como fin y,
a la vez, como sentido de todos los objetivos intermedios alcanzables: en la
familia, trabajo, oración, etc. Todo ello constituye la perfección humana.
La benevolencia entendida como apoyo a los seres para que
logren su fin, sirve para que el hombre no sólo se perfeccione a sí mismo, sino
que se convierte en un perfeccionador de la naturaleza. Supone reconocer lo que
cosas y personas son y ayudarles a que lo sean. Al afirmar el cristianismo que
el universo es hechura divina y que su belleza es un reflejo de la de Dios, dignifica todo.
En cambio, la defensa de un universo como pura materia organizándose a sí misma
-así lo propondría un evolucionismo absoluto- no tendría dificultad, escribe
Yepes, en justificar el racismo genético, la voluntad de poder o simplemente la
indiferencia ante la belleza del mundo creado. Sin embargo, desde la
benevolencia, se ama la naturaleza y el trabajo, "esa noble fatiga
creadora de los hombres", que es "asumido e integrado en la obra
prodigiosa de la creación", como afirmó San Josemaría.
Otro magnífico enfoque: "todo amor es creador y no se
crea más que por amor", dice Alvira. El amor ayuda a superar dificultades
para conocer y unirse con el amado, pero fundamentalmente busca manifestar el
amor y perpetuarlo reproduciendo lo amado. El amor deja huella, empuja a crear.
Indicaba Platón que el amor es el deseo
de engendrar en la belleza. Lo amado es bello para el amante, despierta en él
deseo de belleza y de reproducirla. Cuando en la Sagrada Escritura se ha
intentado sintetizar a Dios, se ha escrito que Dios es Amor, el amor más
benevolente: crea y se da sin esperar
nada a cambio. Amar es dar, sacrificarse, entregar lo que se tiene, también la
verdad. Igualmente, corregir sin acritud es amar.
La fe se basa en la
aceptación de la Verdad revelada, pero la verdad es esplendorosa y siempre hace
relación a la belleza, también a la expresada en las diversas manifestaciones
del arte, que contribuyen a encontrar el verdadero sentido de las cosas.
Benedicto XVI, gran trabajador de las relaciones fe y razón, decía mientras
volaba a Barcelona para consagrar el templo de la Sagrada Familia: la verdad,
fin y meta de la razón, se expresa en la belleza y se realiza en la belleza, se
prueba como verdad. Por tanto, donde está la verdad debe nacer la belleza;
donde el ser humano se realiza de modo correcto, bueno, se expresa en la
belleza.
Pues bien, toda la Historia de la Salvación -desde la
Creación hasta nuestros días, pasando por la maravilla del Dios hecho hombre-
es un bello relato de una gran realidad. La liturgia bien hecha, los
sacramentos, la naturaleza de la Iglesia gozan del encanto del misterio y de la
belleza del símbolo. Oculta y grandiosa es
la acción del Espíritu Santo: como escribió San Hilario, con su luz nos ayuda a penetrar las verdades
que auxilian para conocer al Padre y la encarnación del Hijo, a los que no
llegaría la debilidad de la razón. Es cierto que hay pecados que afean e
infierno que disgusta, pero justamente para hacernos entender mejor el esplendor
de Dios. Con Él, podemos hacer nuestros los versos del místico castellano:
"volé tan alto, tan alto, /que le di a la caza alcance".
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