Arroja
fuera de ti las preocupaciones, aparta de ti tus inquietudes. Dedícate un rato
a Dios y descansa un momento en su presencia.
Esta
es mi rutina todas las mañanas al comenzar la meditación: Entro a mi habitación,
cierro la puerta y las persianas, apago las luces, enciendo un cirio, lo pongo
frente al crucifijo, me arrodillo o me siento, y en un ambiente de completo
silencio voy a la profundidad del corazón: "Cuando ores, entra en tu
alcoba, y cerrada tu puerta ora a tu Padre que está en lo secreto." Mt 6,6
Busco la calma, callo todo aquello que no me lleva al encuentro conmigo mismo y
con Dios. El silencio es la frecuencia para el encuentro con Dios. Debe reinar
el silencio para escuchar a Dios, sobre todo silencio en el corazón. El
silencio requerido para la meditación debe ser no sólo de ruidos exteriores,
también y sobre todo de los ruidos interiores que provocan la imaginación, la
memoria y las emociones.
Para este momento San Anselmo escribe: "Ea, hombrecillo, deja un momento
tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de
tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de
ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera
un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo,
excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las
puertas, ve en pos de él." (San Anselmo)
Jesús buscó siempre el silencio. El silencio del corazón de María el día de la
anunciación, el silencio de la cueva de Belén, el silencio de la casita humilde
en Nazaret, el silencio del desierto al comenzar la vida pública, el silencio
de las noches de oración, el silencio del huerto de los olivos, el silencio de
la cruz, del sábado santo y de la resurrección. Hoy está en el silencio del
Sagrario y te espera en el silencio de tu corazón. Quiere que en él encuentres
un silencio sonoro: la irrupción del mismo Espíritu que se hizo presente en la
comunidad de los apóstoles y se posó sobre cada uno de ellos cuando estaban en
oración (Hechos 1,14; 2,1)
El silencio es la puerta de acceso al corazón. El silencio y la soledad son
preparación para el encuentro con Dios; el encuentro con Dios es comunión y
plenitud. Primero es ausencia de interferencias, luego es el ambiente propicio
para la escucha, luego la unión de corazones: un silencio fascinante, fecundo,
revelador.
Veo con toda calma la llama del cirio: humilde, serena, ardiente, luminosa.
Cierro los ojos y con la mirada interior, la de la fe, traigo a la memoria la
llama que el Espíritu Santo encendió en lo más profundo de mi corazón el día de
mi Bautismo. Esa llama que arde en lo más profundo de mi ser es la presencia de
Dios vivo. "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros?" 1 Cor 3,16
"Di, pues, alma mía, di a Dios: -Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu
rostro.- Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte,
dónde y cómo encontrarte." (San Anselmo)
El silencio ahora es atención amorosa a la presencia oculta de Dios en el
corazón: "Olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo
interior, estarse amando al amado." (Suma de perfección, San Juan de la
Cruz) Ya en la presencia de Dios, permaneces en sus brazos: "callado y
tranquilo, como un niño recién amamantado en brazos de su madre." (Sal
131) Y entonces te quedas envuelto en la presencia de Aquél en quien
"vivimos, nos movemos y existimos" (He 17, 28)
Autor: P. Evaristo Sada LC.
No hay comentarios:
Publicar un comentario