Autor: Pablo Cabellos Llorente
El Concilio Vaticano II consideró deber de la Iglesia
escrutar los signos de los tiempos para interpretarlos a la luz del Evangelio.
Sin embargo, no faltan personas que intentan justamente lo contrario: desean desentrañar
el mensaje de Cristo a través de los sucesos del mundo.
Los tres últimos papas -de manera diversa cada uno de ellos-
han visto en la humildad una luz evangélica con la que mirar la historia
cotidiana. Basta recordar la figura acartonada de Juan Pablo II predicando
incansablemente sin importarle las duras críticas hechas a su imagen. Basta contemplar
la renuncia y el desaparecimiento de Benedicto XVI, quien había aludido a la
humildad como una virtud no tratada antes del cristianismo.
El Papa Francisco ha asombrado al mundo con su humilde
sencillez desde su primera comparecencia pública, particularmente cuando dijo: "Y ahora
querría dar la bendición, ... Pero antes, antes, os pido un favor: antes de que
el obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis al Señor para que me
bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la bendición para su Obispo. Hagamos
en silencio esta oración de vosotros por mí. Pedir oraciones es manifestación
de indigencia, de necesidad". El nuevo Papa utilizó el lenguaje de la
esperanza humilde, como llamó Piper a la plegaria de petición.
Seguramente
todos tenemos necesidad de esa virtud, que el Papa Francisco ha mostrado manifiestamente desde el primer momento. Un
mundo lleno de apariencias, de deseo desmesurado de poder y poseer, un mundo
dominado por la búsqueda de una imagen adecuada, un mundo que miente descaradamente
por quedar bien, es un mundo muy necesitado de la humildad. Pero entiéndase
bien, no "una humildad de garabato", como indicaba gráficamente san
Josemaría para expresar la humildad de las apariencias, una falsa virtud no enraizada
en el convencimiento de nuestra poquedad.
Lo expresaba muy bien la Biblia poniendo estas palabras en boca de
Yahweh: "Tu miseria es tuya, Israel; tu fuerza soy Yo".
Por la apoyatura en Dios, la humildad
no está reñida con la magnanimidad, al contrario, se requieren mutuamente para
encontrarse en la esperanza. En ese espíritu, decía Francisco a los cardenales:
"Podemos caminar cuanto queramos, podemos
edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona.
Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor.
Cuando no se camina, se está parado. ¿Qué ocurre cuando no se edifica sobre
piedras? Sucede lo que ocurre a los niños en la playa cuando construyen
castillos de arena. Todo se viene abajo. No es consistente. Cuando no se confiesa
a Jesucristo, me viene a la memoria la frase de León Bloy: «Quien no reza al
Señor, reza al diablo». Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la
mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio". Sólo el humilde puede
hablar con esa audacia.
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