Autor: Papa Francisco.
Queridos
hermanos y hermanas, buenos días!
En el Credo profesamos que Jesús "de nuevo vendrá con gloria para juzgar a
los vivos y a los muertos". La historia humana comienza con la creación
del hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios y concluye con el juicio
final de Cristo. A menudo nos olvidamos de estos dos polos de la historia, y
sobre todo la fe en el regreso de Cristo y en el juicio final a veces no está
tan clara y sólida en el corazón de los cristianos. Jesús durante su vida
pública, a menudo ha reflexionado sobre la realidad de su venida final.
Sobre todo recordamos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios ha llevado al
Padre nuestra humanidad que Él asumió y quiere atraernos a todos hacia Sí
mismo, llamar a todo el mundo para que sea recibido en los brazos abiertos de
Dios, para que, al final de la historia, toda la realidad sea entregada al
Padre. Hay, sin embargo, este "tiempo intermedio" entre la primera
venida de Cristo y la última, que es precisamente el momento que estamos
viviendo. En este contexto se coloca la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt
25,1-13). Se trata de diez muchachas que esperan la llegada del Esposo, pero
tarda y ellas se duermen. Ante el repentino anuncio de que el Esposo está
llegando, todas se preparan para recibirlo. Pero mientras cinco de ellas,
prudentes, tienen el aceite para alimentar sus lámparas, las otras, necias, se
quedan con las lámparas apagadas, porque no lo tienen; y mientras lo buscan, el
Esposo llega y las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que conduce a
la fiesta de bodas. Llaman con insistencia, pero es demasiado tarde, el Esposo
responde: no os conozco.
El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él
se nos da, con misericordia y paciencia, antes de su llegada final, tiempo de
la vigilancia; tiempo en que tenemos que mantener encendidas las lámparas de la
fe, de la esperanza y de la caridad, tiempo de mantener abierto nuestro corazón
a la bondad, a la belleza y a la verdad; tiempo que hay que vivir de acuerdo
con Dios, porque no conocemos ni el día, ni la hora del regreso de Cristo. Lo
que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un
encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús. Esto significa ser
capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe con la
oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no
olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste,
¿eh?, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, con la alegría de
Jesús... ¡No se duerman!
La segunda parábola, la de los talentos, nos hacen reflexionar sobre la
relación entre la forma en que usamos los dones recibidos de Dios y su regreso,
cuando nos pedirá cómo los hemos utilizado (cf. Mt 25,14-30). Conocemos bien la
historia: antes de salir de viaje, el dueño da a cada siervo algunos talentos
para que sean bien utilizados durante su ausencia. Al primero le entrega cinco,
dos al segundo y uno al tercero. Durante su ausencia, los dos primeros siervos
multiplican sus talentos -se trata de monedas antiguas, ¿verdad?-, Mientras que
el tercero prefiere enterrar su propio talento y entregarlo intacto a su dueño.
A su regreso, el dueño juzga su trabajo: alaba a los dos primeros, mientras que
el tercero viene expulsado fuera de la casa, porque ha mantenido oculto por
temor el talento, cerrándose sobre sí mismo. Un cristiano que se encierra
dentro de sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado... ¿es un
cristiano?... ¡no es un cristiano! ¡Es un cristiano que no agradece a Dios todo
lo que le ha dado!
Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción.
Nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones
de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los
otros, tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo. Y sobre
todo hoy, en este tiempo de crisis, es importante no encerrarse en sí mismos,
enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales,
materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios,
tener cuidado de los demás. En la plaza, he visto que hay muchos jóvenes. ¿Es
verdad esto? ¿Hay muchos jóvenes? ¿Dónde están? A ustedes, que están en el
comienzo del camino de la vida, pregunto: ¿Han pensado en los talentos que Dios
les ha dado? ¿Han pensado en cómo se pueden poner al servicio de los demás? ¡No
entierren los talentos! Apuesten por grandes ideales, los ideales que agrandan
el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos sus talentos. La
vida no se nos ha dado para que la conservemos celosamente para nosotros
mismos, sino que se nos ha dado, para que la donemos. ¡Queridos jóvenes, tengan
un corazón grande! ¡No tengan miedo de soñar cosas grandes!
Por último, una palabra sobre el párrafo del juicio final donde viene descrita
la segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a todos los seres humanos, vivos
y muertos (cf. Mt 25,31-46). La imagen utilizada por el evangelista es la del
pastor que separa las ovejas de las cabras. A la derecha se sitúan los que han
actuado de acuerdo a la voluntad de Dios, que han ayudado al hambriento, al
sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado, al extranjero.
Pienso en los muchos extranjeros que hay aquí en la diócesis de Roma. ¿Qué
hacemos con ellos? Mientras que a la izquierda están los que no han socorrido
al prójimo. Esto nos indica que seremos juzgados por Dios en la caridad, en
cómo lo hemos amado en los hermanos, especialmente en los más vulnerables y
necesitados. Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta que somos
justificados, que somos salvados por la gracia, por un acto de amor gratuito de
Dios que siempre nos precede. Solos no podemos hacer nada. La fe es ante todo
un don que hemos recibido, pero para dar fruto, la gracia de Dios siempre
requiere de nuestra apertura a Él, de nuestra respuesta libre y concreta.
Cristo viene para traernos la misericordia de Dios que salva. Se nos pide que
confiemos en Él, de responder al don de su amor con una vida buena, hecha de
acciones animadas por la fe y el amor.
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos nunca miedo de mirar el juicio final;
que ello nos empuje en cambio a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con
misericordia y paciencia este tiempo para que aprendamos cada día a reconocerlo
en los pobres y en los pequeños, para que nos comprometamos con el bien y
estemos vigilantes en la oración y en el amor. Que el Señor, al final de
nuestra existencia y de la historia, pueda reconocernos como siervos buenos y
fieles. Gracias. (Traducción de Eduardo Rubió- Radio Vaticana)
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