Las
manos de María tenían la belleza que se refleja cuando han trabajado,
consolado, se han tendido abiertas a los demás.
Siempre que pienso en el trabajo, me viene a la mente lo que San Pablo escribió
al enterarse de que había algunos por ahí que se dedicaban a hacer el vago:
"el que no trabaje, que no coma". Bien dicho.
Desde que nuestros primeros padres tuvieron la desgracia de pecar, toda su
parentela hemos tenido que cargar con las consecuencias. Una de ellas fue
precisamente aquel: "comerás el pan con el sudor de tu frente". Todos
quedamos sometidos a la ley de trabajo y la fatiga.
Pero resulta que no todos los humanos han nacido con el pecado original. Hay
dos excepciones: Jesús y María. Y en justicia, ninguno de los dos tenía que
haberse ganado el pan con el sudor de su frente. Sin embargo, ambos prefirieron
no reclamar para sí ese privilegio. Decidieron someterse al trabajo y al
cansancio que conlleva. Y vaya si trabajaron y se agotaron durante su vida...
Así es, María fue muy trabajadora. Lo atestiguan claramente sus manos. Las
manos de María.
Manos de una ama de casa. La primera en levantarse y la última al acostarse.
Manos de mujer a la que -como suele decirse- "le faltaban manos" para
todos los quehaceres propios (y también ajenos); y a la que se le quedaba corto
el día con sus 24 horas por todo lo que metía en él.
Manos repletas de tantas cosas grandes y pequeñas, muy pequeñas, de las que
depende la felicidad y el bienestar de un hogar, de un barrio, de un pueblo.
María, seguramente, no tenía demasiado tiempo para andar cuidándose y
arreglandose las manos. (Cuánto tiempo dedican hoy algunas mujeres a arreglarse
las manos...) Cuánto tiempo gastamos nosotros en preocuparnos nada más que de nosotros
mismos. Y cuántas cosas dejamos de hacer por eso. Se nos van de las manos
tantas posibilidades por no haber sido capaces de mover ni un dedo...
No me apena afirmar que las manos de María no eran tan bonitas como otras. Pero
sí eran mucho más bellas. Las manos de María tenían toda esa belleza que se
refleja en las manos que han trabajado, que han consolado, que se han tendido
abiertas a los demás sin tregua ni medida.
Las manos de María lucían toda esa belleza más espiritual que transpiran las
manos de una esposa y de una madre que trabaja con ellas. Esa belleza que
poseen las manos femeninas que han hecho, precisamente por trabajar, el
sacrificio de parecer menos bonitas.
Sí, sin duda eran las manos de una verdadera Reina, de una auténtica Señora;
que ahora se elevaban hasta acariciar al mismo Dios y, poco después, andaban
entre los pucheros, la ropa sucia, o dándole a la escoba y al trapeador...
Admirable contraste: de traer entre manos lo más elevado y puro (el Hijo mismo
de Dios), a estar arreglando las cosas rotas, sucias y sencillas de los
hombres.
Manos hechas al trabajo, al agua fría del lavandero del pueblo, a la limpieza
de la casa, a lijar y mover maderas ayudando a José... Pero manos que nunca
perdieron por eso su finura encantadora.
Manos, por tanto, laboriosas, aplicadas, usadas... Pero sin dejar de ser
bellas, tiernas y delicadas. Que sabían también lavar y peinar y acariciar a un
Niño que era Dios, su Hijo.
Manos abiertas y disponibles a las necesidades de todos; de los vecinos, de los
enfermos, de los marginados de su sencilla aldea de Nazaret. Manos que tocaron
muchas puertas para ofrecer ayuda, y muchas llagas para curarlas y vendarlas.
Manos discretas, llenas de bondad generosa y callada. Nunca su derecha no supo
lo que hacía su izquierda. Por eso esa labor en favor de los otros valía el
doble, pues lo hacía oculto.
Manos por las que pasaban otras realidades además de las materiales. Por las
manos de María pasaban diariamente quintales de gracias de Dios para otras
almas. Manos que daban gloria a Dios en cada trabajo sencillo y humilde. Manos
que siguen trabajando sin descanso y a través de las cuales nos llegan copiosas
todas las gracias de Dios para cada uno de nosotros.
Y nuestras manos, las manos de sus hijos, ¿cómo están nuestras manos? ¿Las
usamos, las empleamos para la gloria de Dios? "¿Nos manchamos las
manos?" Es decir, ¿trabajamos, nos esforzamos, nos metemos a fondo en todo
lo que tenemos que hacer cada día? ¿Nos manchamos las manos en el trabajo? ¿Nos
las manchamos en los propios estudios? ¿Nos las manchamos en obras de caridad y
misericordia para con los necesitados? O quizá se nos puede aplicar eso de que
"tiene las manos tan limpias, que no tiene manos".
Sí, nuestras manos, que son nuestros talentos, nuestras cualidades, los
denarios que Dios nos ha entregado para negociar con ellos, para ponerlos a
producir para el bien y provecho de los demás. A lo mejor los tenemos sin
estrenar, nuevecitos, enterrados bajo tierra, bien envueltos en un pañuelo.
Pero, sin dar gloria a Dios, sin ganar méritos, sin producir fruto para nadie.
Ahí están, bien sepultados, a ver si florecen por generación espontánea...
Es una lástima que muchas veces no nos parezcamos más a nuestra Madre María, la
Virgen de las manos trabajadoras. Nosotros, tantas veces, en vez de
"ensuciarnos las manos", nos las lavamos. Nos "lavamos las
manos" ante nuestros deberes y responsabilidades personales como hombres y
como cristianos. Le sacamos el bulto. Nos desentendemos. Y tristemente, lavándonos
las manos, nos ensuciamos la conciencia.
Abramos los ojos a todo lo que podemos hacer en casa y fuera de ella también.
No seamos fáciles en pensar que no hay tiempo para más cosas. No nos engañemos,
cuando se tienen muchas cosas que meter en él, el día tiene cien bolsillos.
Sólo el que se los busca los encuentra.
El trabajo digno y humano no mata, no. Lo que sí mata es la ociosidad y la
pereza. El trabajo es salud y vida que se dona a los demás. Bien lo sabe María,
siempre trabajadora y dispuesta a hacer más por los demás con una sonrisa
envidiable. Bien lo saben tantos hombres y mujeres que minuto a minuto
desgastan con alegría su vida y sus manos en un trabajo fecundo mucho más allá
de las fronteras del propio egoísmo.
Qué diverso sería nuestro mundo si cada uno de nosotros fuésemos más como
María, la Virgen trabajadora. Ojalá que nunca olvidemos que no podemos matar el
tiempo, sin herir la eternidad. La nuestra y también la de otros...
Autor: El paraíso de Nazaret
Gracias Pablo, Dios te colme de bendiciones, u fuerte abrazo.
ResponderEliminarManolo Murillo