Valoramos el trabajo terminado cuando en
el corazón se guarda el recuerdo de sudores y esperanzas.
Un campo y fuerza entre las manos. Abrir
surcos, lanzar semillas, regar y anhelar lluvias nuevas. Luego, quitar abrojos,
luchar contra parásitos incansables.
Pasan las semanas y los meses. Quedan
atrás fríos y tormentas, jornadas de sol y días inciertos. Por fin, llega el
tiempo para la cosecha.
La semilla dio fruto. Crecieron plantas
vigorosas. Las espigas ondean bajo el viento. Un campo fecundo ofrece una
cosecha como pocas.
El tiempo de cosechas tiene un sabor
especial para quien ha estado tantos días sobre el surco. No es lo mismo
masticar pan tierno sin haberlo trabajado que tomar entre las manos una hogaza
cuando en el corazón se guarda el recuerdo de sudores y esperanzas.
Si la cosecha ha sido buena, surge de lo
más íntimo del alma un canto de gratitud a Dios. Desde su mirada paterna, con
su cariño incansable, nos permite nuevamente tener en la mesa los frutos de los
campos, recogidos gracias a hombres y mujeres que, cerca o lejos, emprendieron
ese difícil trabajo de la siembra.
La gratitud, si es completa, se
convierte en fiesta compartida. Los frutos no son para unos pocos. Cientos de
hombres y mujeres esperan, necesitan, manos amigas que compartan ese don
inmenso de una nueva cosecha. La caridad es parte de ese inmenso río de
bendiciones que viene de los cielos.
Es tiempo de cosechas y de acción de
gracias, de bendiciones y de repartos. Si hay justicia y amplitud de miras, si
hay generosidad y atención a los más pobres, este tiempo será una nueva ocasión
para imitar la bondad del Dios que hace llover sobre buenos y malos (cf. Mt 5,44-48),
que ofrece amor y alegría sin medida.
Por: P. Fernando Pascual LC
No hay comentarios:
Publicar un comentario