Quizá hoy podamos cambiar la opción de
nuestra vida.
Los últimos momentos de cualquier ser
humano tienen un especial aire de solemnidad. Los últimos momentos de un gran
hombre son todavía mucho más especiales.
Los últimos momentos de Sócrates fueron narrados por Platón hace ya mucho
tiempo. El maestro se encontraba en la cárcel, sentado entre sus más fieles
amigos. Se acercaba el momento de ejecutar la sentencia capital. Faltaban pocos
minutos para que llegase el verdugo con el veneno, y todo acabaría. Bueno, no
todo, pues el Sócrates que presenta Platón es un hombre que está convencido de
que le espera una vida mejor, una vez franqueadas las fronteras de la muerte.
El misterio de la muerte nos pone ante el gran problema de la vida, de nuestra
vida humana. Aquí las preguntas son muchas: ¿somos animales sofisticados que
pasamos un tiempo en este planeta herido y contaminado, para luego desaparecer
y ser recordados por unos cuantos íntimos? ¿O hay algo más allá de la muerte?
La pregunta resulta fundamental, hoy como ayer, a la hora de orientar todo lo
que queremos y realizamos. Si todo termina en el “gran teatro del mundo”,
cuando baje el telón no habrá nada que temer: la muerte nos absorberá, cesará
toda sensación, todo pensamiento, y una oscura tiniebla nos engullirá entre sus
entrañas escabrosas, como en un abrazo letal. Pero si hay algo más después de
la agonía...
El mundo de hoy vive, por un lado, de las herencias cristianas, y, por otro, de
los progresos científicos. Entre los investigadores encontramos hoy un número
no pequeño de neurólogos que quieren comprender lo que es el pensamiento, la
conciencia, las emociones, el amor. Exploran el cerebro, hacen nuevos
experimentos, lanzan teorías. Algunos pretenden explicar la reflexión humana
como si fuese el resultado de la actividad de redes neuronales, actividad que
termina cuando el “aparato” (eso que llamamos cerebro) es incapaz de coordinar
eficazmente las 100 mil millones de neuronas que lo componen. Y nos muestran,
con gráficas interesantes y comprensibles, las distintas zonas de la corteza
cerebral responsables de la palabra, de la imaginación, de la creatividad, de
los sueños. Hace poco alguno dijo que había descubierto la zona de la corteza
que regula algunas experiencias religiosas...
Quizá sería bueno volver a escuchar al inquieto Sócrates para poner en duda
parte de estas interesantes propuestas. En la narración de Platón, Sócrates
hace una reflexión fundamental: es cierto que yo no estaría aquí, sentado y en
diálogo con mis amigos, si no tuviese tendones, músculos, huesos, pulmones,
aires, etc. Pero todo ello no es más que la condición (el instrumento) que me
permite realizar algo más profundo: un acto de voluntad. He aceptado
conscientemente la condena a muerte, porque he creído que ese era mi deber.
Esta es la explicación verdadera del porqué me encuentro aquí, esperando la
cicuta. De lo contrario, haría ya un buen tiempo que estas piernas y estos
tendones habrían escapado lejos de Atenas para huir de una muerte deshonrosa...
Las reflexiones de Sócrates pueden estimular a los neurólogos de hoy. Es cierto
que sin el cerebro no podemos pensar, ni amar, ni decir un disparate o escribir
una poesía. Pero también es verdad que todo acto profundamente humano, todo
pensamiento y todo amor, va más allá de lo que pueda ser un complicadísimo
sistema de neuronas. En pocas palabras, y según el ejemplo de Sócrates, el
cerebro es condición del pensamiento y del amor, pero no su explicación
profunda. Al otro lado de la frontera inicia el mundo del espíritu, algo que
escapa a los microscopios más sofisticados y a los experimentos más geniales.
Desde luego, habrá quien crea que los pobres espiritualistas, los que creen en
la posibilidad de amar y de pensar (de vez en cuando, claro está) de modo inteligente,
son víctimas de alguna ilusión que radica en alguna lesión de su cerebro, o en
un desarrollo particular de tal o cual zona de la corteza. Pero será bueno ver,
como afirmaba un abogado interesado en los temas científicos, Philip E.
Johnson, si estos escépticos serán capaces de encontrar la parte de masa gris
que hace que ellos piensen en clave materialista, que les lleve a no creer en
el espíritu...
Desde luego, la vida más allá de la muerte será siempre un misterio. Sólo el
día en que nos toque atravesar el dintel de ese momento dramático, se
resolverán las dudas, y quizá haya más de alguna sorpresa inesperada. Mientras
llega el momento, sigue siendo estimulante aquella intuición de Pascal: ¿quién
tiene más miedo del mas allá, aquel que vive creyendo que no existe, pero
comportándose de forma que podría merecer el infierno, o aquel que vive
creyendo que sí hay otra vida, y busca merecer el premio definitivo? Aquí
radica la diferencia entre un Hitler, un Stalin, un Sócrates, un Francisco de
Asís o una Madre Teresa de Calcuta. El estilo de vida que cada uno escoja
depende de su libertad. Y ahora, mientras las neuronas nos permitan mantenernos
lúcidos, podemos decidirlo. Quizá después ya no podamos cambiar la opción de
vida, que quedará fijada para siempre...
Por:
Fernando Pascual
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