El hombre que descubre en los
sufrimientos propios los sufrimientos de Cristo, les da contenido y
significado.
La neuritis es la inflamación de un
nervio. Y no hay cosa que duela más que un nervio inflamado, al punto que
inmoviliza a quien lo padece, dejándolo rígido como una tabla. Esta noche, esta
neuritis, este dolor de Dios que se me corre desde el hombro hacia abajo es
como una bendición, porque me sitúa justamente en el tema que me ocupa: el
valor salvífico del sufrimiento. Y no es que este dolor me haga santo, por
supuesto, pero reconozco que, acercándome a mis límites me planta los pies
sobre terreno. Sólo pido a Dios que el dolor al correrse por mi brazo no me
paralice la palabra antes de que ésta salga de mis dedos.
Hay muertes que no son noticia y que, sin embargo, pueden dejarnos pasmados
ante una cajita de madera cubierta de claveles horizontales. “El Zoruyo” era un
niño de tres años cuyo más grande anhelo era llegar a los cinco para subirse a
los columpios del jardín de niños Ovidio Decroly de los Arenales en Tijuana.
Pero Dios permitió que ese niño de tres años celebrara a cubetazos con los
niños del vecindario una guerra de agua y felicidad y al día siguiente muriera
de neumonía. ¿Por qué si Dios es bueno permite que sucedan estas cosas? ¿Por
qué permite el sufrimiento, las miserias, los terremotos, las inundaciones y
las muertes de todos los días de tantos niños inocentes como El Zoruyo?
Me aviento al ruedo con un toro grande, y a usted se le abren los ojos buscando
las distancias entre los cuernos y el capote. Mas, se lo digo de antemano,
siento desilusionarlo si espera pases formidables. Ante la muerte de los
inocentes sólo nos queda aceptar con humildad los designios inescrutables de
Dios, de la misma forma que no nos queda más remedio que arrodillamos
consternados delante del misterio más grande que es, precisamente, la muerte
del mayor inocente, Cristo quien, por encima de su inocencia, voluntariamente
aceptó padecer su destino de Cruz para salvarnos.
Aunque fuimos hechos de tiempo y de barro nuestro destino son la eternidad y el
Cielo, y el sentido del dolor escapa a nuestra dimensión terrenal. Por eso al
reflexionar sobre el valor del sufrimiento debemos partir por redimensionar
nuestra perspectiva de apreciación acerca de los verdaderos males que afligen
al hombre, comenzando por reconocer que el único mal absoluto es el infierno.
No todo el mal que sufre el hombre procede de cataclismos o enfermedades. Parte
del sufrimiento de los hombres es causado por otros hombres. La injusticia
social, por ejemplo, no es sino el producto de hombres que, teniendo el poder
de incidir en las vidas de otros hombres y el libre albedrío o libertad de
escoger entre hacer el bien o el mal, los someten a esquemas de miseria y
opresión.
Buscar el sentido del sufrimiento en la ocasión para ejercitar la caridad
podría parecer un razonamiento siniestro pero, considere usted que si no
existieran la pobreza ni las enfermedades ni las injusticias ni las catástrofes
naturales no tendrían significado el amor, el sacrificio ni la entrega
generosa. Si no existieran esos flagelos estaríamos ya en el Cielo. Y entonces
¿qué sentido tendría esta tierra a la que fuimos arrojados tras el pecado de
Adán? Ningún propósito tendría el hombre sensible al sufrimiento ajeno, el
hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo, el buen samaritano del
Evangelio. Y, en cambio, esa parábola se ha convertido en uno de los pilares de
la cultura moral de nuestra civilización.
Andan pregonando por allí: “pare de sufrir”, pero esa divisa no es cristiana.
Jesucristo mismo nos indica así el camino: “Si alguno quiere venir en pos de
mí, tome su cruz y sígame”. El dolor ofrece al cristiano la ocasión de dar
testimonio de su fe. El Evangelio del sufrimiento habla ante todo del
sufrimiento “por Cristo”, “por Su causa”, “por Su nombre”. De igual manera, el
hombre que descubre en los sufrimientos propios los sufrimientos de Cristo, les
da contenido y significado.
Tampoco es que seamos masoquistas los cristianos. Yo contra la neuritis tomo
Naxen cada doce horas, y para el dolor que no puedo quitarme con una tableta de
500 miligramos, la fe me da la certeza, aunque muchas veces yo no lo entienda,
de que existe un significado.
Por: Alfredo Ortega-Trillo
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