Sí, cuántas veces calló María, para que
hablasen sus obras, y para que hablase Dios en Ella y en los demás.
Decía san Juan Crisóstomo que “no sería
necesario recurrir tanto a la palabra, si nuestras obras diesen auténtico
testimonio”. Y con verdad, pues está claro que muchas veces los hechos son más
elocuentes que los dichos.
También María, nuestra Madre, recurrió poco a la palabra. Era callada Ella.
Realmente, cuántas palabras se ahorró. Pero, cuánto dejó dicho sin palabras.
Cuánto dejó escrito con su vida. Cuánto testificó con sus obras.
María, la Virgen del Silencio, nos enseña el valor de un silencio fecundo y
humilde, cuajado de obras y realizaciones. Nos alecciona magistralmente en el
difícil arte de decir poco y hacer mucho.
Sí, cuántas veces calló María, para que hablasen sus obras, y para que hablase
Dios en Ella y en los demás. Era el suyo un silencio hecho oración y acción. Un
silencio lleno, no vació ni hueco. Un silencio colmado de Dios, de sus
palabras, de sus maravillas. María “guardaba todas las cosas meditándolas en su
corazón”, afirma el Evangelio. Porque sólo en silencio se pueden comprender las
palabras de Dios y “sus cosas”.
No se trataba, por tanto, de una simple ausencia de palabras, de ruidos, de
distracciones. El silencio de María fue un silencio contemplativo de la obra de
Dios en su vida, en la de Jesús, en la de los demás. Un silencio de humildad,
de discreción, de ocultamiento. Un silencio fecundo en buenos pensamientos, en
proyectos de ayuda a los necesitados, en propósitos de entrega y donación.
El silencio de la Virgen durante su vida fue como un gran mosaico de pequeños
silencios. Vamos a detenernos un momento a contemplar, desde la fe, algunos de
ellos.
El silencio ante José.
Imaginemos aquella escena en la que, un buen día, María regresaba de la región
montañosa tras visitar y ayudar a su prima Isabel. Ya habían pasado más de tres
meses desde la Anunciación. A María ya se le notaba que estaba en cinta. Y
cuando vio a José, que le salió al encuentro por el camino, le dio una gran
alegría, pero a la vez un grande apuro. José notaría su estado. Y, de hecho, lo
notó. Ambos estaban prometidos en matrimonio, pero aún no vivían juntos; y
resulta que Ella ya esperaba un hijo.
Entonces María, ante el asombro de José, no comenzó a explicarle lo de la
aparición del ángel, ni lo del mensaje del cielo, ni que el Niño era de Dios...
No. María prefirió callar.
José estaba confundido. Y no era para menos. Sin embargo, miró a los ojos a
María y los vio tan puros, tan limpios, tan inocentes, que creyó más a los ojos
de María que a los suyos propios. José amaba a María y confiaba en Ella, pero
no alcanzaba a comprender lo que ocurría.
La Virgen no estaba segura de la reacción de José. Por eso es conmovedor este
silencio suyo. Ella intuyó que Dios se lo daría a entender a José mejor que
Ella misma, como Él sabe y cuando Él lo juzgase oportuno.
María guardaba silencio sin culpa alguna. Callaba aun a costa de su propia
honra. De hecho José, que era bueno y justo, decidió repudiarla en secreto.
La Santísima Virgen, al no excusarse, al no decir nada a José, a nosotros nos
está diciendo mucho. Nos está diciendo que nos sobran muchas palabras y
demasiadas veces. Nos sobran muchos “es que”, muchos “es que yo no tuve la
culpa”, “es que yo no era el único”, “es que yo no tengo nada que ver”, ante
nuestros fallos y deficiencias. Nos falta más silencio y resignación y nos
sobran excusas. Y eso que la mayoría de las veces somos culpables de verdad...
María era inocente. Y no es fácil callarse ante la calumnia, ante la
injusticia, ante la incomprensión cuando uno es inocente. Ella calló ante la
posibilidad todo eso...
¡Qué admirable el largo silencio de María en Nazaret! Ella poseía el secreto
más grande de la historia: la llegada de Dios al Mundo. Y sin embargo, calla.
Ni una palabra, ni la más mínima alusión o referencia a su enorme secreto
durante los treinta años en Nazaret. Treinta años de continua convivencia con
los vecinos y vecinas del pueblo sin decirles nada al respecto.
Treinta años con algo tan grande entre manos y ni una palabra. Y vaya si habrá
tenido mil ocasiones, durante todo ese tiempo, para hacerle saber a más de
alguno o alguna quién era Ella y quién era su Jesús. Sin embargo no, no quiso
decir nada. Se mantuvo callada.
¡Qué ejemplo de discreción de nuestra Madre! Ejemplo para nosotros que nos
sentimos más cuando sabemos algo que otros no saben. Sobre todo si es algo
bueno acerca de nosotros mismos... Ejemplo para nosotros que apenas logramos
callar por unos minutos (no treinta años) el chismecillo que acabamos de escuchar
entre los amigos o amigas en la tertulia. Ejemplo para nosotros que nos
preocupamos tanto a veces de hacer ver a los demás a quién se están dirigiendo,
a quién están molestando, a quién le están pidiendo un favor, a quién le están
dando una indicación...
No. Ella no fue así. La Virgen escogió el silencio. María, la Madre de Dios,
quiso pasar desapercibida. Sin decir nada teniendo al Hijo de Dios en casa.
Durante treinta años...
El silencio ante la muerte de José.
También la muerte llegó un día a casa de María. Venía a llevarse a su esposo
José. El pobrecito llevaba enfermo ya varios días. Empeoraba cada vez más.
María empezó a temerse lo peor. Y así fue. José, sereno, entraba en su último
trance. La Virgen, junto a la cabecera del lecho, en silencio, oraba. Su dolor
callado era sostenido por su rezo transido de confianza.
Lo asombroso de este episodio es que estaba allí, con Ella, el mismo Dios
Omnipotente, que en un instante podría haber curado a José y haber acabado con
aquella pesadilla. Pero María no pidió nada a Jesús en esa ocasión. Volvió a
guardar silencio. Quiso pasar el trago amargo de la muerte de su esposo,
pidiendo a Dios, sin palabras, que se cumpliese su voluntad. Esto fue templando
su delicada alma de mujer para poder sufrir, también en silencio y oración,
algunos otros momentos terribles que llegarían...
El silencio durante la vida pública de Jesús.
¡Qué discreción la de María durante aquellos años!
La fama de Jesús se extendía por doquier. Se hablaba de Él por todas partes.
Sí, también en Nazaret. Y a María le llegarían diariamente muchos y muchas para
hablarle de su Jesús y contarle lo que de Él se decía.
Y Ella, ante todo eso, mantuvo silencio y discreción. Lo mantuvo en las buenas
y en las malas. Lo mantuvo cuando veía y escuchaba los éxitos de Jesús, sus
milagros, sus predicaciones irresistibles. No andaba diciendo a todo el mundo
que Ella era la madre de ese Jesús. Y lo mantuvo también cuando a su Hijo Jesús
le tildaban de loco, de endemoniado, de comilón y bebedor, de amigo de
publicanos y pecadores... Todo eso llegaría a Nazaret puntualmente (como todos
los chismes)...
Y La Virgen también callaba entonces. No salió a su defensa gritando por las
calles. No organizó manifestaciones con pancartas de protesta ante tales calumnias.
Eso lo hubiéramos hecho nosotros. Ella volvió a preferir el silencio aun a
costa de su humillación.
María, además, seguía el derrotero de la vida de su Hijo, desde lejos, en
segundo plano. Apoyando con sus oraciones y sacrificios la obra de su Hijo. Como
tantas de nuestras madres. A las que sólo Dios sabe cuánto les debemos...
Sin duda a la que más debemos es a María. Ella sigue en silencio tan pendiente
de nosotros como lo estuvo de Cristo.
El silencio después de Pentecostés.
Otro gran momento en la historia. El momento de la explosión expansiva de la
Iglesia de Cristo por el mundo. Y María, de nuevo en silencio.
No la vemos en las plazas públicas predicando la Buena Nueva a grandes voces y
en decenas de lenguas. No la sorprendemos haciendo milagros por las cercanías
del templo ante el asombro de media Jerusalén.
Ella seguía callando y oraba. Oraba mucho. Y ese silencio-oración sostenía la
Iglesia naciente y le daba pujanza y fecundidad. Precisamente por esa
intercesión silenciosa, María era la Mediadora de todas las gracias. Sí, de
todas esas gracias que estaba Dios concediendo a raudales a través de la
predicación y milagros de los apóstoles.
María. Lo más poderoso ante Dios. Lo más silencioso ante el mundo.
Por: P. Marcelino de Andrés
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