Sentada junto al trono de Jesús, María
se ve coronada como Reina de Cielo y Tierra, de los ángeles y de los hombres.
La fiesta de la Asunción de María en
cuerpo y alma al Cielo está muy entrañada en el pueblo cristiano. ¡Y cuántos
misterios encierra y cuántas realidades nos descubre en nuestra Madre querida!
Se acabó el peregrinar por la tierra, y se ha abierto para siempre la frontera
de la Patria.
La espera desde la Ascensión de Jesús ha sido larga, pero al fin ha llegado el
momento de ir a dar el abrazo definitivo e irrompible al Hijo adorado.
Ya no queda más que un recuerdo lejano de la espada de Simeón, porque se acabó
del todo el sufrimiento, que no volverá a torturar más el alma. Quien se unió
como nadie a la pasión y muerte de Jesús, entra ahora a participar, también
como nadie, en su gloria inmortal.
Sentada junto al trono de Jesús, María se ve coronada como Reina de Cielo y
Tierra, de los ángeles y de los hombres.
La Iglesia, desde aquí abajo, la va a mirar como su imagen y modelo en la
peregrinación de la fe. ¡Así, así, igual que la de María, será la consumación
de la Iglesia al final de los tiempos!
Ahora María, ya en el Cielo, comprende en su totalidad la misión que Dios le ha
confiado. Porque María, como Jesús, no va a estar ociosa mientras goza en
plenitud de la gloria de Dios.
Ahora sabe bien lo que es ser la Madre de aquellos hijos que Jesús le confiara
desde la cruz.
Madre de la Iglesia, ha de vigilar con ojo atento a los pastores igual que a
los fieles, a fin de que la Iglesia realice la obra del Reino de Dios hasta
llevarlo a término final.
Madre de todos los hombres, tiene que tener el cuidado de todos y de cada uno,
hasta que los vea seguros a todos dentro del Cielo. Allí no puede faltar
ninguno de los elegidos.
Para realizar esta su misión de Madre, Dios la constituye Medianera de todas
las gracias que nos mereció Jesús con su pasión y muerte redentoras.
María será también una poderosa Abogada nuestra ante Jesucristo el Redentor y
ante el Padre.
No fallará María en su misión, porque nos ama con Corazón de Madre, y el corazón
de una madre infunde seguridad total.
La Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo, nos hace ver todo esto sin más,
de buenas a primeras.
Pero, mirada la Asunción desde un punto de vista más concreto, el Concilio nos
la ha centrado en una dimensión eclesial verdaderamente grande y consoladora.
¿Por qué Dios ha resucitado a María con tanta anticipación, que no ha querido
esperar al fin del mundo, en la resurrección universal? Dios no obra por
capricho, y algún fin habrá tenido en su providencia amorosa.
Y lo primero que vemos es lo más natural de todo: Dios ha querido glorificar a
su Madre de una manera plena, sin retardar para Ella lo que hará con los demás
redimidos. Ha mirado a su Madre sin más.
Pero el Concilio nos ha señalado el otro fin de Dios al hacer Inmaculada a
María y al resucitarla y subirla al Cielo en su Asunción: ha sido para
presentar a su Iglesia la imagen de lo que será la misma Iglesia en su
consumación final. Mirando a María, sabemos lo que vamos a ser cada uno de
nosotros.
Antes que nada, Dios nos devolverá, después de eliminar todo pecado, aquella
inocencia primera que tuvieron el hombre y la mujer en el paraíso. La misma
inocencia también con que salimos de las aguas bautismales.
Seremos santos e inmaculados, de modo que el amor a Dios será ardiente,
totalmente puro, y nuestras almas brillarán con una hermosura sin igual. En
María Inmaculada contemplamos ya nuestro propio retrato tal como seremos en el
Cielo.
Y en María Asunta al Cielo en cuerpo y alma vemos también el término final que
nos espera. Dejemos tranquilamente que nuestros cuerpos mortales se vuelvan
polvo en el sepulcro... La última que vencerá no será la muerte, sino la vida.
La vida de Jesucristo Resucitado, que ha avanzado ya su victoria final en esta
criatura privilegiada como es su Madre, y esto para infundirnos a nosotros una
esperanza grande. ¿Vemos lo que es María en el Cielo? Pues esto mismo, y no
otra cosa, es lo que seremos nosotros.
Hemos visto antes cómo María no está ociosa en los esplendores de su gloria,
sino que se preocupa constantemente de la tierra. Y esto nos lleva a otra
consideración muy oportuna. ¿Podemos pensar que María, Madre de todos los
hombres, esté contenta de las condiciones de vida en que se desenvuelven muchos
hijos suyos?...
¿Puede estar conforme con la pobreza extrema de muchos? No.
¿Puede mirar indiferente las condiciones de muchas cárceles? No.
¿Puede gustarle cómo se mata a tanto niño antes de que pueda nacer? No.
¿Puede contemplar sin conmoverse la situación penosa de jóvenes que cayeron el
la droga? No.
¿Puede tolerar la explotación de hijas suyas, compradas como esclavas
destinadas al vicio? No.
Cuando nosotros hacemos algo para remediar esos males y muchos más de los hijos
e hijas de María, no nos damos cuenta quizá de que somos instrumentos del amor
materno de la Virgen, que se preocupa desde el Cielo y cuenta con nosotros para
que realicemos una obra de amor salida de su Corazón...
¡Madre María! ¡Madre glorificada en el Cielo! En el día de tu nacimiento a la
Gloria te felicitamos de corazón. ¡Qué alegría para nosotros tus hijos el saber
que tenemos una Madre tan feliz, tan rebosante de gozo, tan colmada de
privilegios, tan preocupada por nosotros, tan impaciente por tenernos a su
lado!... Danos una mano, ya que te cuesta tan poquito, y arrástranos, a pesar
de nuestras resistencias a veces, hasta donde Tú reinas inmortal....
Por: Pedro García, misionero claretiano
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