La misericordia y la ternura de Dios, es
un gran consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente el amor y
bondad en todos los días de nuestra vida.
Por: SS Benedicto XVI
Fragmento del discurso que el Papa
Benedicto XVI dirigió 18 de septiembre de 2010 en el asilo para ancianos St.
Peter’s Residence, en Lambeth, Gran Bretaña.
Mis queridos hermanos y hermanas
(...)
Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una mayor longevidad,
es importante reconocer la presencia de un número creciente de ancianos como
una bendición para la sociedad. Cada generación puede aprender de la
experiencia y la sabiduría de la generación que la precedió. En efecto, la
prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar no tanto un acto
de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud.
Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los ancianos. El
cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te ha
mandado» (Deut 5,16), está unido a la promesa, «que se prolonguen tus días y
seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te da» (Ibid). Esta obra de la
Iglesia por los ancianos y enfermos no sólo les brinda amor y cuidado, sino que
también Dios la recompensa con las bendiciones que promete a la tierra donde se
observa este mandamiento. Dios quiere un verdadero respeto por la dignidad y el
valor, la salud y el bienestar de las personas mayores y, a través de sus
instituciones caritativas en el Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea
cumplir el mandato del Señor de respetar la vida, independientemente de su edad
o circunstancias.
Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es querido, cada
uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el solemne inicio del
Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de abril 2005). La vida es un don
único, en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y Dios
es el único para darla y exigirla. Puede que se disfrute de buena salud en la
vejez; aun así, los cristianos no deben tener miedo de compartir el sufrimiento
de Cristo, si Dios quiere que luchemos con la enfermedad. Mi predecesor, el
Papa Juan Pablo II, sufrió de forma muy notoria en los últimos años de su vida.
Todos teníamos claro que lo hizo en unión con los sufrimientos de nuestro
Salvador. Su buen humor y paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un
ejemplo extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar con el
peso de la avanzada edad.
En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino también como
un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas que llegan con la edad.
Nuestros largos años de vida nos ofrecen la oportunidad de apreciar, tanto la
belleza del mayor don que Dios nos ha dado, el don de la vida, como la
fragilidad del espíritu humano. A quienes tenemos muchos años se nos ha dado la
maravillosa oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento del misterio de
Cristo, que se humilló para compartir nuestra humanidad.
A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con frecuencia nuestra
capacidad física disminuye; con todo, estos momentos bien pueden contarse entre
los años espiritualmente más fructíferos de nuestras vidas. Estos años
constituyen una oportunidad de recordar en la oración afectuosa a cuantos hemos
querido en esta vida, y de poner lo que hemos sido y hecho ante la misericordia
y la ternura de Dios. Ciertamente esto será un gran consuelo espiritual y nos
permitirá descubrir nuevamente su amor y bondad en todos los días de nuestra
vida.
Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, me complace aseguraros mi
oración por todos vosotros, y pido vuestras oraciones por mí. Que Nuestra
Señora y su esposo San José intercedan por nuestra felicidad en esta vida y nos
obtengan la bendición de un tránsito tranquilo a la venidera.
¡Que Dios os bendiga a todos!
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