Vamos
a contemplar la figura de Santo Tomás a la luz de ese amor de Dios, hoy que
celebramos su fiesta.
El Apóstol llamado Tomás en los Evangelios (Mt 10, 3; Mc 3,18, Lc 6,15) es apodado
"Dídimo" que significa "gemelo" (Jn 11,16). Entra casi en
el Evangelio de una forma silenciosa. Sus primeras palabras afirman en una
ocasión su deseo de morir con Jesús (Jn 11, 16).
Posteriormente se manifiesta con un estilo racionalista ante las palabras de
Jesús, asombrándose de cómo se puede conocer un camino, no sabiendo a dónde se
va (Jn 14,4). Finalmente conocemos su incredulidad ante el hecho de la
Resurrección ( Jn 20, 24-29) y su presencia en la aparición de Jesús en el lago
de Tiberíades (Jn 2, 1-14).
Tras la Ascensión lo contemplamos en Jerusalén con los demás apóstoles. La
tradición le asigna como actividad misionera Persia y la India. La ciudad hindú
de Calamina, donde se supone que murió, no ha sido identificada. Santo Tomás
murió mártir Sus restos fueron traslados a Edesa.
Vamos a contemplar la figura de Sto. Tomás a la luz de ese amor de Dios que
siempre persigue al hombre para que se salve y llegue al conocimiento de la
verdad. Es una de las formas más bellas de ver la misericordia divina.
Dios siempre persigue al hombre cuando éste se sale del camino del amor y de la
verdad que él le ofrece. La misericordia no es tanto una actitud pasiva de
Dios, siempre dispuesto a perdonar, cuanto una acción de Dios positiva
consistente en buscar la oveja perdida una y otra vez. El Evangelio está lleno
de imágenes bellísimas de este estilo de Dios. Desde el buen Pastor que
abandona el rebaño a buen recaudo para ir a buscar a la oveja perdida, hasta
ese Cristo que providencialmente se hace presente siempre allí donde alguien le
necesita, la realidad es que Dios persigue al hombre una y otra vez
ofreciéndole su Corazón abierto para que vuelva.
La misericordia divina, -un atributo precioso de Dios-, se convierte así en esa
larga persecución de Dios al hombre a lo largo de toda la vida por medio de
innumerables gracias que respetan indudablemente la libertad del hombre. No se
resigna a perder a nadie. Dios no abandona a nadie, a no ser que alguien le
abandone a él.
Desde el momento en que Dios crea a cualquier ser humano, esa persona se
convierte en objeto inmediato del amor de Dios. A partir de ahí Dios se hace
garante de un compromiso destinado a lograr, respetando la libertad humana, la
salvación del hombre. Jamás desiste Dios de este compromiso, suceda lo que
suceda y pase lo que pase. Es tal el amor de Dios hacia el hombre que, aun
rechazado, olvidado, abandonado, blasfemado, Dios sigue llamando a las puertas
del corazón una y otra vez, hasta el último momento de la vida. Este
comportamiento divino se encierra en una palabra: "alianza". Dios ha
hecho una alianza de amor con el hombre que él siempre respetará.
Desgraciadamente el hombre con frecuencia toma a broma este amor de Dios. Cree
que la misericordia divina consiste en burlarse del amor de Dios que siempre
terminará perdonando, incluso sin que medie la petición de perdón. Así muchos
seres humanos juegan inconscientemente a lo largo de la vida con la
misericordia divina, olvidándose de aquellas palabras de S. Pablo:
"Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación". En esta actitud
se da un equívoco de fondo. Nada tiene que ver la Misericordia infinita de Dios
con la certeza de que el hombre va a estar dispuesto a pedir perdón un día. La
Misericordia divina siempre estará asegurada; no así la petición de perdón del
hombre. La Misericordia divina necesita la actitud humilde del hombre que
reconoce su mentira, su equivocación, su deslealtad al amor de Dios.
A pesar de los pecados cometidos, una y otra vez, nunca hay motivo o razón para
dudar de la Misericordia divina. El amor de Dios es más grande que nuestros
pecados, por terribles que fueran. Ahí tenemos a Pedro, a Zaqueo, a la mujer
adúltera, a tantas personas pecadoras con quienes Cristo se encontró. Nunca
encontraron en él el reproche amargo, el rechazo cruel, la crítica amarga. Al
revés, todos los pecadores, que reconocieron su pecado, encontraron en Cristo
el perdón, el aliento, el ánimo, la esperanza que tanto les ayudó a encontrar
el camino de la paz y del bien. No deja de tener un significado muy consolador
esa imagen del Crucificado, en la que Cristo, clavado en la Cruz, tiene los
brazos abiertos para siempre, convirtiéndose así en la imagen de ese Dios que
siempre espera, que siempre acoge, que siempre abraza.
Autor: P. Juan J. Ferrán.
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