Autor: Pablo Cabellos
Llorente
Es habitual, incluso entre creyentes, que pregunten
dónde está Dios, al que no pueden ver en el dolor de los niños, en la miseria
de los más desheredados, en las catástrofes que asolan de vez en cuando el
planeta y sus gentes. ¿Dónde estaba Dios cuando descarriló el tren de
Compostela? Y el interrogante no es baladí. Esos sucesos están ahí desde que el
mundo es mundo. Hay muchas respuestas y todas incompletas porque el ser y el
obrar de Dios no pueden caber en nuestra inteligencia, aunque algo pueda
atisbar. Precisamente por eso, la fe es claridad, da luz adonde la razón humana
no alcanza. Y proporciona sentido al dolor, a la miseria y a la catástrofe.
Al aparecer la primera encíclica del Papa Francisco, los
sedicentes teólogos de siempre se han marchado a la periferia, no a la deseada por Francisco, sino a los
bordes del tema, huyendo de la esencia. Precisamente el documento afirma que la
teología no consiste sólo en el esfuerzo de la razón por escrutar y conocer,
como sucede con las ciencias experimentales, porque Dios se reduciría a un
objeto. La fe recta ha de abrirse a la luz originaria de Dios, en lugar de volvernos en
acusación contra Él, sin descartar que la razón busque entender siempre más.
La fe es un don de Dios procedente de oír y ver al Señor. La
síntesis entre los dos verbos la "hace posible la persona concreta de
Jesús que se puede ver y oír". En Él, dirá san Pablo, habita la plenitud
de la divinidad corporalmente. Es Cristo quien nos da razón del llanto de los niños,
de las deficiencias de esta tierra, de la indigencia de los pobres, de la
soledad de los ancianos... ¿Cómo podemos no entender los sufrimientos de este
mundo cuando Dios se ha hecho hombre para asumirlos crucificado? ¿Cómo uno que
se dice teólogo no capta la grandeza de un Dios hecho pecado por todos los
errores de los hombres que, en demasiadas ocasiones, son causa de tanto dolor?
¿Acaso el pecado no es la mayor oposición a ese Dios infinitamente bueno?
Seguro que durante la tragedia de Santiago, Dios estaba en la Cruz ofreciéndose
por los muertos y dolientes.
Nos puede suceder lo
que describe Camino: "Ese Cristo, que tú ves, no
es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos
turbios... —Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia.
Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión
perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡El!". La encíclica del Papa
Francisco trata de ayudarnos a ver a Jesús, como lo desearon aquellos que lo
pidieron al apóstol Felipe.
Con la mirada limpia, contemplaremos a
Jesús hambriento y sediento, a Cristo cansado, al Dios-hombre que se apiada de
lisiados, leprosos, ciegos y sordos, al que mirando trasluce amor, al que llora
por el amigo muerto o se conmueve por el dolor de la viuda que camina tras el
féretro del hijo, al que da comida al famélico. Y también a Jesús que fustiga
la hipocresía, alaba la fe del centurión, enseña esa locura de las
bienaventuranzas, vapulea el adulterio,
perdona al arrepentido y predica el amor. Un Cristo fascinante, vivo, al que se
ve y se oye. No un mero objeto de
estudio.
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