A
María le faltaron muchas cosas durante su vida: riquezas, honores, fama, y no
por eso disminuyó la plenitud de su alegría.
En
las letanías lauretanas invocamos a María como "causa de nuestra
alegría". Y es lógico preguntarse ¿cómo va a causar en otros algo que Ella
misma no tiene en abundancia? Nadie da lo que no posee. Si María puede ser la
causa de nuestra la alegría es porque Ella misma no cabía en sí de felicidad.
Rebosaba alegría y la contagiaba por doquier.
Es sabido que la sonrisa sincera es manifestación de la felicidad de una
persona. Estoy seguro de que en el rostro de María era habitual ver dibujada
una de esas sonrisas perennes. Verla sonreír es palpar la satisfacción y el
gozo de que rebosaba su alma.
¡Qué sonrisa luciría la Virgen! Sonrisa delicada y amable en su trato con el
prójimo, con los cercanos y lejanos, con los simpáticos y antipáticos; con
todos. Sonrisa agradecida para con los pastores de Belén, los Magos de Oriente,
y todo el que le hizo algún bien por pequeño e insignificante que haya sido.
Sonrisa comprensiva y misericordiosa ante aquel buen posadero que no pudo
ofrecerles un lugar apropiado en su posada; y también ante las incomprensiones,
las calumnias y molestias recibidas de tantos otros. Sonrisa admirativa ante
las maravillas incompresibles que Dios obró en su vida y que rodearon la de su
Hijo.
Sonrisa indulgente cuando el pequeño Jesús le hacía alguna de sus travesuras
inocentes; o cuando intuía que José y el niño, confabulados, le querían gastar
una broma. Sonrisa curativa de las angustias de José cuando el trabajo no iba
bien y llegaba a casa sin sestercios suficientes. Sonrisa generosa ante el
desconsuelo de los marginados y necesitados que acudían a Ella cuando ya sólo
podía ofrecerles lo que era necesario en casa, acompañado de su sonrisa.
Sonrisa pícara y confiada de María, al decirles en Caná a los criados:
"haced lo que Él os diga...", sabiendo que Jesús no parecía estar muy
de acuerdo en adelantar su hora... Sonrisa festiva en momentos grandes e
importantes como al presenciar el nacimiento de Juan el Bautista, o al celebrar
cada cumpleaños de Jesús y de José, o al abrazar a Jesús, entre lágrimas de
alegría, aquella mañana espléndida del domingo de resurrección.
También sonrisa sufrida tantas veces, pero al cabo sonrisa, en los momentos de
prueba y dolor. Sonrisa siempre y sonrisa en todo. Sonrisa eterna de María.
Pero ¿de dónde le brotaba a María tan exuberante felicidad? ¿Qué producía en
Ella semejante manantial de dicha? "¿Cuál es la fuente misteriosa, oculta
de tal alegría?", se preguntaba Juan Pablo II. La respuesta no pudo ser
otra: "Es Jesús, al que Ella ha concebido por obra del Espíritu
Santo". Uno sólo es el origen, una sola la fuente: Jesús, Dios. María se
sabía con Él y Él copaba su ser entero, impregnándolo de gozo hasta los
tuétanos. Estaba llena de gracia, llena de Dios y por tanto, llena de la más
auténtica y genuina felicidad. Toda esa alegría hecha sonrisa en su rostro no
era más que una leve manifestación al exterior del volcán en ebullición que la
presencia de Dios producía dentro de su corazón.
Fray Pedro de Pradilla escribió estos versos sobre María: "En la Virgen
con tal arte / usó Dios de su primor, / que lo más en lo menor, / y el todo
encerró en la parte". La alegría de la Virgen es grande como Ella y más
grande que Ella, pues el todo de alegría que es Dios quiso encerrarse dentro de
Ella.
A María le faltaron muchas cosas durante su vida: riquezas, honores, fama,
placeres corporales; y no por eso disminuyó ni una pizca la plenitud de su
alegría. Porque tenía a Dios y para Ella tener a Dios era su riqueza, su honor
y su más intenso placer. Supo convivir alegremente con todas esas privaciones.
María tuvo que pasar por muchos calvarios íntimos y muy amargos; y en ninguno
de ellos se opacó el brillo de su dicha. Porque en Dios tuvo siempre un
consuelo infalible y en Él se apoyó siempre como fortaleza indestructible. Fue
capaz de hacer lo que pocos hombres consiguen: sufrir con alegría.
La vida de María estuvo sembrada de manifestaciones de la voluntad de Dios
sumamente incompresibles y difíciles de aceptar. Viajar a Belén en tan delicado
estado. Dar a luz a su Hijo en una cueva-establo y reclinarlo en un pesebre.
Huir a Egipto. Aceptar que una espada atravesara su alma. Sufrir la soledad
después de tal compañía. Padecer en su alma con su Hijo su pasión y muerte. Y
en cada una de estas circunstancias obedeció no con mera resignación, sino con
la alegría propia de quien ama y cree y confía en Dios.
Qué difícil nos resulta a nosotros sonreír cuando nos asaltan tan leves motivos
para llorar o estar tristes. Qué imposible nos resulta a veces aceptar con
alegría interior las pequeñas cruces y sufrimientos que Dios permite en
nuestras vidas. Qué pocos hay entre nosotros que sepan encajar con ánimo alegre
todas las privaciones, del tipo que sean, que vienen a ¿despintar? nuestra
existencia. ¿No será que nos falta lo fundamental para ser felices que es Dios?
O es que quizá Dios no lo es todo para nosotros. Lo tenemos arrinconado en el
alma. Ya no le damos tanta importancia como a otras muchas cosas. Y ¿por qué
esas otras cosas no nos hacen dichosos? ¿No será que los verdaderos motivos de
nuestra felicidad son caducos, pasajeros e inconsistentes y no poseemos un
fundamento indestructible donde apoyarla?
El secreto de la alegría perenne de la Santísima Virgen es el secreto de la
felicidad de todo hombre. María fue feliz porque tenía a Dios y lo amaba en el
cumplimiento fiel de su voluntad sobre Ella. No hay otro camino.
Autor: P. Marcelino de Andrés.
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