Meditaciones del Rosario. Cuarto Misterio Glorioso. La
Asunción de la Virgen María. María es la mujer triunfadora por excelencia.
Su vida consistió en
amar.
La mujer que podemos definir como Amor vivió en este mundo sólo amando: amando
a Dios, a su Hijo Jesús desde que lo llevaba en su seno hasta que lo tuvo en
brazos desclavado de la cruz. Amó a su querido esposo san José, y amó a todos y
cada uno de sus hijos desde que Jesús la proclamó madre de todos ellos.
María fue una mujer inmensamente feliz...Su presupuesto era de dos reales. No
tenía dinero, coche, lavadora, televisor ni computadora, ni títulos académicos.
No era Directora del jardín de niños de Nazareth, tampoco presumía de
nombramientos, como Miss. Nazareth. María a secas. No salió en la televisión ni
en los periódicos.
Pero poseía una sólida base de fe, esperanza, amor y de todas las virtudes.
Tenía a Dios, y, a quien tiene a Dios, nada le falta.
La Virgen no se quejaba: de ir a Egipto, de que Dios le pidiera tanto. La
sonrisa de la Virgen era lo mejor de su rostro. ¿Cómo reaccionaría ante las
adversidades, dificultades, cólera de sus vecinos?
María veía la providencia en todo: en los lirios del campo, en los
amaneceres...en la tormenta. Cuando no había dinero. Cuando tenía que
ausentarse. Cuando alguna vecina se ponía necia y molestaba.
Lo más admirable de María era el amor. Lo más grande de la mujer debe ser el
amor. El amor es un talismán que transforma todo en maravilla. Dios te ha dado
este don en abundancia. Si lo emplearas bien, haría de ti una gran mujer, una
ferviente cristiana, una esposa y madre admirable. Pero, si dejas que el amor
se corrompa en ti, ¡pobre mujer!
María Magdalena tenía una gran capacidad de amar. La empleó mal, y se convirtió
en una mujer de mala vida. Pero, después de encontrarse con Jesucristo, utilizó
aquella capacidad para amar apasionadamente a Dios y a los demás, y hoy es una
gran santa y una gran mujer.
Desde su asunción a los cielos ha seguido amando durante dos mil años a Dios y
a los hombres: Es un amor muy largo y profundo. Y apenas ha comenzado la
eternidad de su amor.
Dentro de ese océano de ternura que es el Corazón de María estamos tú y yo para
alegrarnos infinitamente. Desde el cielo una Madre nos ama con singular
predilección. La fe en este amor debe llenar nuestra vida de alegría, de paz y
de esperanza.
Subió al cielo en cuerpo y alma
Dios adelantó el reloj de la eternidad para que María pudiese inaugurar con su
hijo nuestra eternidad. Mientras nosotros esperamos, Ella goza de Dios con su
cuerpo inmaculado, el que fue cuna de Jesús durante nueve meses.
María, nuestra Madre, es inmensamente feliz en el cielo. Nosotros, sus hijos,
nos congratulamos infinitamente por su felicidad. Ella, como buena madre, no
quiere gozar sola; nos quiere ver a nosotros felices con Ella, eternamente
gozosos con Ella y con Jesús en el cielo. El único anhelo todavía no cumplido
de María es lograr nuestra felicidad eterna. Su oración para lograrla es
diaria, muy intensa, hasta conseguirlo.
El cuerpo en el que Dios habitó es digno de todo respeto. Está eternizado en el
cielo, incorrupto, feliz como estará un día el nuestro. El cuerpo que vivirá
eternamente en el cielo es digno de todo respeto. No se debe degradar lo que
será tan dignamente tratado. Pasará por la corrupción, pero sólo para resucitar
en nueva espiga y nuevo cuerpo inmortal, incorrupto, puro y santo.
Es una motivación muy seria ésta. Nuestro cuerpo, que fue templo de Dios en la
tierra y eternamente gozará de Dios en el cielo, es digno de que sea respetado,
purificado.
Voy a prepararos un lugar:
Así hablaba Jesús a los apóstoles con emoción contenida. Personalmente se
encargaría de tener listo ese lugar. Pero sabemos quién le ayudaría
cariñosamente a preparar dicho lugar: María Santísima. Ella le ayudó -y de qué
manera tan eficaz- en sus primeros pasos a la Iglesia militante. Ella sigue
ayudando con su amorosa intercesión a la Iglesia purgante y, de manera muy particular,
a preparar la definitiva estancia a la Iglesia triunfante.
Podremos estar seguros de ver un ramo de flores con una tarjeta y nuestro
nombre: Hijo, hija, cuánto me costaste. Pero ya estás aquí. También habrá un
crucifijo con esta leyenda: "Te amé y me entregué a la muerte por ti”.
Jesús. Habrá un ramo de almendro florido colocado por Jesús de parte de María.
Voy a prepararos un lugar. También María nos dice que ha ido a prepararnos un
lugar. La mejor Madre con todo el cariño preparando un sitio para toda la
eternidad a sus hijos. ¡Gracias, Madre, por el interés y el amor demostrado!
¿Cómo pagarte? Imposible. En deuda estaremos eternamente contigo.
El premio de los justos es el cielo, la felicidad eterna.
Poco lo pensamos. Mucho lo ponemos en peligro. "Alegraos más bien de que
vuestros nombres estén escritos en el cielo”. Sabremos entonces por qué decía
Jesús estas solemnes palabras, cuando veamos con los ojos extasiados lo que ha
preparado Dios a sus hijos. Si les dio su sangre y su vida, ¿no les iba a dar
el cielo?
Pero aquí andamos distraídos, perdidos, olvidados, comiendo los frutos agraces
del pecado que pudre la sangre y envenena el alma. Cuantas veces emprendimos el
camino del infierno, tantas otras una mano cariñosa y firme nos hizo volver al
camino del cielo. Pensamos en todo menos en lo mejor y lo más hermoso. ¡Pobres
ignorantes, ingratos, desconsiderados!
Dios premia dando el cielo. Se lo ha dado a María, a los santos. Lo ofreció al
joven rico, y lo rehusó. Lo ganó pagando el precio de la cruz y de la vida. El
cielo es nuestro; nos lo han regalado. Pero, a la fuerza nadie entrará allí. Es
necesario pedirlo, merecerlo de alguna manera. El mismo Jesús proclamaba:
"El Reino de los cielos se gana luchando, y sólo los que luchan lo arrebatan.”
Si ganar el cielo es lo más grande que podamos lograr, perderlo es lo más
triste y trágico que nos pueda suceder. Ambas cosas están sucediendo de
continuo: los que están ganando la gloria y los que están ganando la perdición.
Y tú, ¿qué estás ganando?
¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? Jesús sabe
lo que dice.¡Cuantas veces empleamos los mejores años, las mejores energías, en
conseguir lo pasajero, hipotecando lo eterno! Así, nos convertimos en los
peores perdedores, porque perdemos lo único necesario.
El cielo es cielo por Dios y María
Al fin nos encontraremos cara a cara con los dos más grandes amores de nuestra
vida. Entonces sabremos lo que es estar locamente enamorados y para siempre de
las personas más dignas de ser amadas. Enamorados de Dios, en un éxtasis eterno
de amor: amados por el Amor Infinito, la Bondad Infinita.
Ahí comprenderemos los misterios del amor aquí muy poco comprendidos.
Volveremos a Belén a amar infinitamente, eternamente a aquel Dios hecho niño
por nosotros. Volveremos a la fuente de Nazareth donde Jesús llenó el cántaro
de María tantas veces.
Volveremos al Cenáculo a quedar de rodillas y extasiados ante la institución de
la Eucaristía, y comprenderemos las palabras del evangelista Juan: "Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.
Volveremos al Calvario y querremos quedarnos allí mucho, mucho tiempo, siglos,
para contemplar con el corazón en llamas el amor más grande, la ternura más
delicada, y comprenderemos cada uno lo que Pablo gritaba: "Líbreme Dios de
gloriarme en nada si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”.
Pediremos permiso de bajar a la tierra para visitar los Santos lugares no como
turistas sino como locamente enamorados.
Volveremos a leer el Evangelio con el corazón en éxtasis de amor. Todo esto por
mí, por amor a mí. Agradeceremos a María su "fiat”, su "hágase en mí
según tu palabra”, y le diremos con amoroso acento: "Gracias, Madre, por
haber dicho que sí.”
Releeremos una y otra vez aquella escena del Calvario, cuando Jesús moría:
"Ahí tienes a tu Madre”. Ahí la tengo, junto a mí, en el cielo, para
siempre...
¡Gracias, Jesús, por haberme dado tu Rosa, tu joya más preciosa. ¡Gracias, por
haberme dado a tu Madre como madre mía! Te quiero mucho, te quiero tanto por
María...
Volveremos a Belén, a aquella cueva bendita donde nació el Amor hecho niño por
mí. Besaremos el pesebre, las pajas. Y nos quedaremos allí durante muchas
horas, y con ganas de volver mil veces.
Volveremos a Nazareth, a la humilde casita de la dulce María. Tú nos enseñarás
cada rincón de la casa. "Aquí estuvo el arcángel, y le respondí que sí.
Aquí estaba el taller de José, mi queridísimo José. Aquí la cocina en la que
pasé tantas horas entre los pucheros. Aquí el huerto, en el que me extasiaba
con las flores”.
Y querremos quedarnos en esa casita años y años, en aquel rincón del cielo...
Al cielo subió la Puerta del cielo
Sueño en ese momento en que tocaré a la puerta. Y saldrá a abrirme con los
brazos abiertos y una sonrisa celestial María Santísima. Tendré que sostenerme
para no morir otra vez, pero de puro gozo al ver sus ojos de cielo, su rostro
bellísimo, su amor increíble pero real.
Tenía tantos deseos de verte, OH Madre mía; tantas veces te recé la Salve y recé
el rosario –aunque a veces distraído. En el cielo recitaré de nuevo todos los
rosarios mal rezados, como un serafín. ¡Qué pena que en la tierra te conocí tan
poco y tan poco te amé! En el cielo te amaré por lo que no te amé en la tierra.
María es la mujer triunfadora por excelencia. La humilde esclava del Señor ha
logrado lo que ninguna mujer famosa ha conseguido. Eligió como meta cumplir la
voluntad de Dios; como motivación el amor. El Premio: La Asunción los cielos en
cuerpo y alma. Así nos enseña de forma contundente la mejor forma de vivir.
Oración:
Oh María, Puerta del cielo, no permitas que tu hijo pródigo prefiera comer
las bellotas y apacentar los puercos cuando ha sido llamado al amor eterno y a
la felicidad suprema en el cielo junto con Dios y junto a Ti. Haz lo que sea,
no importa qué cosa, para obtener ese cielo que tiene una morada para mí,
preparada con tanto cariño por Jesús y por ti, Madre.
Autor: P Mariano de Blas LC
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