Hombres que cambiaron sus valores políticos y
religiosos por una vida de humildad y perdón, al lado de Cristo.
Vamos a contemplar en estos dos Apóstoles ese cambio
profundo de vida. Son para nosotros los hombres que cambiaron sus valores
políticos religiosos por una vida al lado de Cristo basada en la humildad, en
la mansedumbre y en el perdón.
Pertenecían según podemos saber al grupo de los celotes, un grupo de judíos
convencidos de su fe y de sus tradiciones, pero que combatían al opresor romano
y esperaban un Mesías que los liberara de aquella opresión. Cristo les sale al
paso, sin importarle su militancia y sus convicciones, y les invita a seguirle.
Ello va a suponer un cambio de mentalidad, una conversión interior, un abandono
de algo muy metido en sus corazones. Así se convertirán con el tiempo en
hombres que lucharán por liberar al hombre de otras esclavitudes distintas a
las políticas: la esclavitud del pecado, la esclavitud de las pasiones, la
esclavitud, sobre todo, del propio yo. En este contexto vamos a contemplar el
cambio que lógicamente se tuvo que realizar en ellos.
Del odio al amor.
Sabemos que todo judío odiaba a los romanos. Aquello sólo era símbolo de una
realidad que se repite en el corazón del hombre: el rencor, el odio, la
acepción de personas. Al ser llamados por Cristo Judas y Simón empiezan a
comprender que el Maestro centra su mensaje en el amor, en el perdón, en el
olvido de las ofensas. Sin duda, en su interior tuvo que darse una revolución
profunda, difícil, sangrante. Pero poco a poco empezó a entrar en ellos la
comprensión de una nueva visión del hombre, no como enemigo, sino como hermano,
hijo del mismo Padre, que ama a todos y hace salir el sol sobre buenos y malos.
Así el odio, el rencor, la venganza fueron desapareciendo y en su lugar se
situaron la paz, la oración por los enemigos, el amor.
De la ira a la mansedumbre.
Los celotas emprendían campañas de acoso violentas contra los romanos, aunque
casi siempre llevaron las de perder. Les movía en rencor, y el rencor engendra
ira y violencia. Desde el principio Judas y Simón empezaron a escuchar del
Maestro palabras de mansedumbre: Bienaventurados los mansos, porque ellos
poseerán en herencia la tierra (Mt 5,4). ¡Qué difícil debió ser para ellos
abandonar el camino de la ira para acercarse a los hombres con bondad, con
respeto, con comprensión! Sin embargo, estamos seguros de que pronto
comprendieron que aquel camino lograba mejores frutos en la relación entre los
hombres. No les pedía Cristo que destruyeran su forma de ser, sino que
emplearan para el bien aquella fuerza interior que un día usaron mal, porque la
pusieron al servicio de sus pasiones.
Del Dios de la venganza al Dios del amor.
También Judas y Simón tuvieron que entrar por medio de Cristo, Dios hecho
hombre, a la comprensión de un Dios distinto, un Dios que es Padre bondadoso,
amable, bueno. Esta conversión debió ser dura para hombres que tenían una clara
conciencia de ser parte del pueblo elegido y que precisamente rechazaban a los
romanos porque éstos intentaban arrebatarles su fe, sus costumbres, sus
tradiciones. Es curioso, pero Dios nos pide que amemos incluso a quienes le
odian a Él, a quienes le persiguen en su Iglesia, a quienes parecen enemigos
irreconciliables de la fe. Más aún, nos asegura que con el amor convenceremos
al mundo de la autenticidad de nuestra fe.
A la luz del Evangelio de Cristo y del ejemplo de estos dos Apóstoles,
nosotros, hombres de hoy, tenemos que revisar nuestra vida y decidir qué
cambios debemos realizar para ser cristianos de veras. ¿Qué nos puede pedir
Dios tomando como punto de referencia los valores de la humildad, de la pobreza
y de la abnegación? Sin duda, podrían ser muchísimas cosas e, incluso, cada uno
tendrá necesidades distintas. Sin embargo, vamos a repasar algunas de las
exigencias contenidas en estos valores para nosotros, hombres, padres de
familia, esposos, profesionales, miembros de la Iglesia.
1. Dios nos pide en primer
lugar un cambio de mentalidad. Con frecuencia nuestra mente, nuestra
inteligencia, nuestra razón están prisioneras de lo material, de lo cotidiano,
de lo intrascendente, de lo inmediato. Parecemos ciudadanos de una tierra sin
horizontes y sin futuro. Nos parecemos a aquel hombre rico que, tras una buena
cosecha, se construye unos grandes graneros y se invita a sí mismo a vivir bien
(Lc 12, 16-21). ¡Cómo necesitamos levantar nuestra mirada a la eternidad, dar
prioridad a lo espiritual, apreciar más las realidades importantes de la vida
como la fe, la familia, la amistad! No nos resulta fácil esta liberación,
porque además vivimos en una sociedad que sólo nos habla de bienestar, de
comodidad, de éxito, de eficacia. Sin embargo, con los días y con los años
vamos saboreando el sabor amargo de una vida que se encierra sobre sí misma sin
horizontes y sin futuro.
Tenemos que decidirnos, pues, por dar prioridad al espíritu y a sus cosas sobre
la materia, poniendo a Dios como centro de nuestro vida, y no a nosotros como
centro de Dios. Tenemos que optar por la oración, por los sacramentos, por las
practicas religiosas en lugar de dejarlas relegadas por culpa de nuestras
ocupaciones. Tenemos que ser hombres de vida interior más que de acción.
Tenemos que defender más la familia que el trabajo. Tenemos que cuidar más la
paz interior que las cuentas bancarias.
2. Dios nos pide en segundo lugar un cambio de corazón. Y os daré un
corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36, 26). El
corazón de piedra es ese corazón endurecido por el racionalismo, el orgullo, la
autosuficiencia, la vanidad, el sentido de superioridad. Y el corazón de carne
es ese otro corazón humilde, anclado en la fe, sencillo, sin complicaciones,
cordial. Es muy necesario para nosotros los hombres abandonar esa falsa madurez
que nos conduce frecuentemente a actitudes marcadas por el individualismo, la
seguridad, la fuerza, pero que encierran tal vez posturas egoístas, cobardías
inconfesables, miedo a la verdad. Tenemos que hacernos como niños. Tenemos que
aceptarnos como limitados. Tenemos que aprender a equivocarnos sin rubores.
Tenemos que decidirnos a pedir ayuda a los demás y a recibir de los demás con
paz sugerencias, correcciones. Tenemos, en definitiva, que dejar los hábitos
del hombre viejo para asumir los del hombre nuevo, creado a imagen de Cristo.
3. Dios nos pide en tercer lugar un cambio de actitudes. Con frecuencia
nuestra vida responde a un esquema que difícilmente alteramos con los años. Nos
convencemos de unas prioridades que casi sacralizamos; nos instalamos en unas
costumbres que no dejamos por ningún motivo; nos hacemos dueños de unos prejuicios
que nadie nos hará cambiar; nos aficionamos a un estilo de vida que no nos
complique nuestra relación con el entorno; nos ponemos unos límites para no dar
más de nosotros mismos; nos diferenciamos de todos para poder vivir a gusto con
nuestra mediocridad. Hay que cambiar en todos estos campos, tras los cuales se
puede ocultar desde la pereza hasta la presunción, desde la mentira hasta la
avaricia, desde la cobardía hasta la falsa prudencia.
Por el contrario, tenemos que abrirnos al cambio, abandonar prejuicios,
convencernos de nuestras mentiras, romper con nuestros hábitos egoístas, abrir
las puertas a una vida más marcada por los sentimientos y la afectividad. Y
evidentemente todo ello para ser personas equilibradas, ricas interiormente,
abiertas a la felicidad, pues Dios nos quiere así.
Autor: P Juan J. Ferrán
Te invitamos a rezar la Novena por los Fieles Difuntos
durante los nueve días anteriores a la fiesta que celebraremos el 2 de noviembre.
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