Necesito abrir los ojos ante mi
situación actual y verla con realismo y con esperanza.
Cada decisión deja una huella: en mi
vida, en la de los seres cercanos, en otros corazones que no conozco pero que,
de modos misteriosos, quedan bajo la influencia de mis actos.
Con el pasar del tiempo, las decisiones configuran un mosaico. Como enseñaba
san Gregorio de Nisa, en cierto sentido somos padres de nosotros mismos a
través de nuestros actos.
¿Qué imagen he trazado en mi alma? ¿Hacia dónde está dirigida mi mirada? ¿Qué
busco, qué sueño, qué temo, qué lloro, qué me causa alegría? ¿Hacia dónde
oriento el cincel cada vez que plasmo la estatua de mi vida?
Si los defectos dominan mi corazón, siento pena. Surge entonces la pregunta:
¿soy culpable de mí mismo? ¿Son mis decisiones las que me llevaron a esta
situación de apatía, de tibieza, de orgullo, de envidia, de rencores?
En ocasiones busco la culpa fuera de mí. Incluso tal vez tenga algo de razón:
hay personas que me han herido profundamente, que un día llegaron a provocar
esa angustia o ese odio que me carcome a todas horas. Pero en otras ocasiones
tengo que reconocerlo: la culpa es completamente mía.
Necesito abrir los ojos ante mi situación actual y verla con realismo y con
esperanza. Sobre todo, necesito aprender a leer mi vida desde un corazón que me
conoce como nadie: el corazón de Dios.
A Él puedo preguntarle si soy culpable de mí mismo, si me he dañado tontamente,
si he permitido que me ahoguen asuntos insustanciales, si me he encerrado en un
pesimismo dañino.
Luego, desde el diagnóstico del Médico divino, podré abrirme a su gracia para
curar mi voluntad, para orientar mis pensamientos a un mundo nuevo y bello,
para dar pasos concretos que me permitan perdonar y pedir perdón.
Será posible, entonces, que esa libertad con la que tantas veces he hecho daño,
a otros y a mí mismo, empiece a ser usada para construir una vida nueva, desde
la luz del Espíritu Santo y con la meta que embellece todo: amar a Dios y a los
hermanos.
Por: P. Fernando Pascual LC
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