El hombre puede afrontar su sufrimiento
de diversas formas: desesperación, rabia, escepticismo, odio...
El Evangelio nos dice: Después
de que llegaron al lugar llamado Calvario, ahí lo crucificaron... El
laconismo no puede ser mayor. Pero ¡cuánto dolor hay detrás de estas palabras!
Dolor de la humillación de ser el espectáculo del pueblo, el hazmerreír de la
chusma. Dolor del pudor que siente que le arrancan los vestidos y la piel.
Dolor de la sien que parece estallarle. Dolor de los clavos que penetran bajo
sordos golpes del martillo y taladran hasta abrir hilos de sangre en las manos
y en los pies. Dolor al ver a la Madre destrozada por la angustia. Dolor de ver
la ingratitud a su amor. Dolor de conocer la esterilidad de su sacrificio en
tantas almas...
Quien sufre -y a todo hombre le llega su momento, porque el dolor es la
herencia del pecado- puede afrontar su sufrimiento de diversas formas:
desesperación, rabia, escepticismo, odio... Otros sencillamente se resignan sin
comprender jamás ni el porqué ni el para qué de su sufrimiento. Y Cristo nos
deja clara la razón: el dolor por obediencia redentora.
Si miramos sin fe la cruz de Cristo, como si miramos el dolor humano desde un
punto de vista meramente natural, sólo hallaremos como respuesta el absurdo.
Pero muy por encima del existencialismo desesperado de la vida, brilla la luz
del misterio. Nadie me arrebata mi vida, sino que la entrego yo mismo... Éste
es el mandato que recibí de mi Padre (Jn 10, 18). Ahí está la clave para
comprender a Cristo crucificado y toda su doctrina y obra. Va al dolor y a la
misma muerte con plena conciencia y con la más absoluta libertad. No ofrece una
obediencia pasiva y resignada, "porque no hay otra alternativa", sino
voluntaria y cumplida con perfección en el detalle: hasta sus últimas
consecuencias. Y esto, a pesar de todo el dolor que le desgarra... Se hizo
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2, 8).
Sólo a la luz de esa obediencia amorosa se comprende la muerte de Cristo. Y
porque ha obedecido, dirige la mirada a su Padre con confianza. Ha terminado su
obra, ha llegado al final a pesar de todas las dificultades, a pesar de la cruz
y de la muerte. Y en sus últimas palabras alcanzamos a percibir que es tal su
amor, tanta la paz que invade su ser después de haber consumado la Redención,
que el sufrimiento, el dolor y la muerte no tienen ya ningún poder sobre Él: En
tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu.
Dios está cerca del dolor, sea moral o físico, pues Él en Jesucristo también se
quiso identificar con el sufrimiento humano, escogiendo la cruz para salvarnos.
Por eso, el sufrimiento nos purifica, nos hace más agradables a Dios, nos educa
en la recta apreciación de la vida humana y del sentido de la misma.
Por: P. José Luis Richard
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