Solemnidad del Corpus Christi. La
Eucaristía es el sacramento por excelencia de la Iglesia, porque brotó del amor
redentor de Jesucristo.
Hay, en Tierra Santa, un pueblecito
llamado Tabga. Está situado junto a la ribera del lago Tiberíades, en el
corazón de la Galilea. Y se halla a los pies del monte de las Bienaventuranzas.
La Galilea es una región de una gran belleza natural, con sus verdes colinas,
el lago de azul intenso y una fértil vegetación. Este rincón, que es como la
puerta de entrada a Cafarnaúm, goza todo el año de un entorno exuberante. Es,
precisamente en esta aldea, donde la tradición ubica el hecho histórico de la
multiplicación de los panes realizada por Jesús.
Ya desde el siglo IV los cristianos construyeron aquí una iglesia y un
santuario, y aun hoy en día se pueden contemplar diversos elementos de esa
primera basílica y varios mosaicos que representan la multiplicación de los
panes y de los peces.
Pero hay en la Escritura un dato interesante. Además de los relatos de la
Pasión, éste es el único milagro que nos refieren unánimemente los cuatro
evangelistas, y esto nos habla de la gran importancia que atribuyeron desde el
inicio a este hecho. Más aún, Mateo y Marcos nos hablan incluso de dos
multiplicaciones de los panes. Y los cuatro se esmeran en relatarnos los gestos
empleados por Jesús en aquella ocasión: “Tomando los cinco panes y los dos
peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos –dio
gracias, nos dice san Juan—, los partió y se los dio a los discípulos para que
se los repartieran a la gente”.
Seguramente, los apóstoles descubrieron en estos gestos un acto simbólico y
litúrgico de profunda significación teológica. Esto no lo adviertieron, por
supuesto, en esos momentos, sino a la luz de la Última Cena y de la experiencia
post-pascual, cuando el Señor resucitado, apareciéndose a sus discípulos,
vuelve a repetir esos gestos como memorial de su Pasión, de su muerte y
resurrección. Y, por tanto, también como el sacramento supremo de nuestra
redención y de la vida de la Iglesia.
Año tras año, el Papa san Juan Pablo II escribió una carta pastoral dirigida a
todos los sacerdotes del mundo con ocasión del Jueves Santo, día del sacerdocio
y de la Eucaristía por antonomasia.
En la Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice que "La Iglesia vive de
la Eucaristía”. Así iniciaba el Papa su meditación. “Esta verdad no expresa solamente
una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del
misterio de la Iglesia”. Y a continuación tratará de hacernos comprender,
valorar y vivir esta afirmación inicial.
En efecto, la Eucaristía es el sacramento por excelencia de la Iglesia –y, por
tanto, de cada uno de los bautizados— porque brotó del amor redentor de
Jesucristo, la instituyó como sacramento y memorial de su Alianza con los
hombres; alianza que es una auténtica redención, liberación de los pecados de
cada uno de nosotros para darnos vida eterna, y que llevó a cabo con su santa
Pasión y muerte en el Calvario. La sangre y el agua que brotaron del costado
traspasado de Cristo sobre la cruz nos hablan de este mismo misterio.
El Sacrificio eucarístico es –recuerda el Papa, tomando las palabras del
Vaticano II— “fuente y culmen de toda la vida cristiana”. Cristo en persona es
nuestra Pascua, convertido en Pan de Vida, que da la vida eterna a los hombres
por medio del Espíritu Santo.
San Juan Pablo II nos confiesó que, durante el Gran Jubileo del año 2000, tuvo
la grandísima dicha de poder celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de
Jerusalén, en el mismísimo lugar donde la tradición nos dice que fue realizada
por Jesucristo mismo la primera vez en la historia. Y varias veces trajó el
Papa a la memoria este momento de gracia tan singular. El Papa sí valoró
profundamente lo que es la Eucaristía. En el Cenáculo –nos recuerda el Santo
Padre— “Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos
diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros” (Eccl. de Euch., nn. 1-2).
Estos gestos y palabras consacratorias son las mismas que empleó Jesús durante
su vida pública, en el milagro de la multiplicación de los panes. Si Cristo
tiene un poder absoluto sobre el pan y su naturaleza, entonces también podía
convertir el pan en su propio Cuerpo, y el vino en su Sangre.
Y decimos que la Eucaristía es el “memorial” de nuestra redención porque –con
palabras del mismo Santo Padre— “en ella está inscrito de forma indeleble el
acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca, sino que lo
hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por
los siglos”. Esto, precisamente, significa la palabra “memorial”. No es un
simple recuerdo histórico, sino un recuerdo que se actualiza, se repite y se
hace realmente presente en el momento mismo de su celebración.
Por eso –continuó el Papa— la Eucaristía es “el don por excelencia, porque es
el don de sí mismo (de Jesucristo), de su persona en su santa humanidad y,
además, de su obra de salvación.
Ésta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo
y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos
los tiempos… Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y
resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento
central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención” (Eccl. de
Euch., n. 11).
Ojalá, pues, que en esta fiesta del Corpus Christi, que estamos celebrando hoy,
todos valoremos un poco más la grandeza y sublimidad de este augusto sacramento
que nos ha dejado nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, el maravilloso don
de su Cuerpo y de su Sangre preciosa para nuestra redención: “Éste es mi
Cuerpo. Ésta es mi Sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será
derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados. Haced esto
en memoria mía”.
Que a partir de hoy vivamos con una fe mucho más profunda e intensa, y con
mayor conciencia, amor y veneración cada Eucaristía, cada Santa Misa: ¡Gracias
mil, Señor, por este maravilloso regalo de tu amor hacia mí!
Por: P . Sergio A. Córdova
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