Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía
me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre
puedo hablar con Dios.
El problema sigue allí. Buscamos la
solución de mil maneras. Hicimos tantos esfuerzos. Afrontamos la situación una
y otra vez.
Pero el problema parece vencernos. No dominamos los fenómenos atmosféricos. No
podemos impedir los movimientos de la tierra. No tenemos poder absoluto sobre
los virus. Sobre todo, estamos casi desarmados ante el gran misterio de la
libertad humana, de la malicia de personas sin escrúpulos.
La técnica, es cierto, abre la posibilidad de construir casas más seguras.
Mejora el rendimiento de la tierra. Crea pantanos y presas para conservar el
agua. Almacena y conserva alimentos. Pero la fragilidad de nuestro cuerpo y la
volubilidad de nuestro corazón siguen al acecho.
Lo hemos intentado casi todo, y la familia sigue peleada, y el dinero no llega
para pagar las deudas pendientes, y la comida falta para la mesa.
Son momentos en los que el desaliento parece triunfar. Son momentos, sin
embargo, para reaccionar y aprender que en el mundo terreno nada es fijo, nada
es inmutable, nada es perfecto.
Son momentos para mirar al cielo y reconocer que tenemos un Padre que no nos
abandona: porque somos hijos, porque somos débiles, porque estamos enfermos,
porque necesitamos mucho consuelo.
Descubrimos, entonces, la necesidad de orar, desde lo más profundo, desde lo
más íntimo, desde las necesidades más radicales. Sentimos que más allá de los
montes tenemos un auxilio que “viene de Yahveh, que hizo el cielo y la tierra”
(Sal 121,2).
“Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar
con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay
nadie que pueda ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa
que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme. Si me veo
relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo”
(Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 32).
Cuando creemos haberlo intentado todo... quizá nos ha faltado lo más
importante, lo decisivo: ponernos en manos de Dios. Es Padre, y nos dará
aquello que nos conviene.
Si lo que pedíamos no corresponde a sus planes (es decir, si no era lo mejor
para nosotros), no lo recibiremos. Nos dará, lo sabemos, algo mucho mejor, como
enseñaba Charles de Foucauld.
Ha llegado entonces el momento para decirle, desde el corazón, con la confianza
de un hijo: “Hágase, oh Padre, tu Voluntad”.
Por: P. Fernando Pascual LC
No hay comentarios:
Publicar un comentario