Autor: Pablo Cabellos
Llorente
A la vez que desea a los cristianos en la calle, el Papa
Francisco ha advertido del riesgo de ser mundanizados. Está claro que es necesario
vivir en el mundo y amarlo -es hechura de Dios-, pero sin permitir que nos
atrapen sus fealdades, los pecados. El pecado esclerotiza, priva de una visión
abierta.
El cristiano debe tener un enfoque positivo de las realidades
temporales. Me atrevería a decir que el lamento, el pesimismo, la demonización
de determinadas profesiones -la política, por ejemplo-, actividades o ciencias
no es cristiano. Dios lo creó y vio que era bueno. Pero hizo aún más: habiendo
prevaricado el hombre, "tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca". Lo leemos en el
Evangelio de san Juan. También aparece en la Escritura el sentido negativo del
término. Así san Pablo habla de las concupiscencias mundanas o de la vida
mundana.
Pero en las Sagradas Escrituras predomina la mirada positiva
hacia lo creado por Dios, aunque durante siglos se haya hecho más uso del
vocablo mundo en su acepción negativa. El Magisterio del concilio Vaticano II
ha devuelto el mundo al lugar en que los cristianos se santifican, con todas
sus realidades honradas, santificando el mundo mismo, "la creación entera
que -escribe san Pablo -gime y sufre con dolores de parto...Y no sólo ella sino
que nosotros, que poseemos ya los primeros frutos del Espíritu, también gemimos
en nuestro interior aguardando la adopción de hijos (de Dios), la redención de
nuestro cuerpo". El mundo anhela a Dios.
San Josemaría Escrivá
habló y escribió profusamente del tema, pues el punto neurálgico de su
predicación fue la santificación de las realidades terrenas y los que trabajan en ellas. Recojo unas breves
frases, que contienen las dos ideas sobre el mundo, aunque prevaleciendo la
positiva: "el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios,
porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7
ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo con nuestros pecados y
nuestras infidelidades", aunque la
malicia del hombre no destruye la intrínseca bondad de la creación. Ahí aparece
el desafío cristiano de estar en las encrucijadas todas de esta tierra para
manifestar "aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo
que late en el cristianismo", escribía el fundador del Opus Dei en 1959.
En un profundo tratado sobre la teología espiritual de esta
prelatura de la Iglesia Católica ("Vida cotidiana y santidad en la
enseñanza de San Josemaría"), y a partir de esa consideración noble del
mundo, se extraen dos conclusiones plenamente válidas para ser ese tipo de
cristianos que habitan todas las
periferias sin mundanizarse. Recojo muy resumidas esas ideas de Burkhart y
López en la referida obra.
La conclusión primera es que a las realidades temporales les
corresponde, por designio divino, una autonomía, que no significa independencia
de Dios, sino que gozan de leyes propias y variados modos de vivirlas. Pero
todas ellas son ordenables a Dios, si bien cada una según su propia naturaleza,
según el fin inmediato que Dios le ha dado, como declaraba san Josemaría en una
de las entrevistas reunidas en "Conversaciones con Monseñor Escrivá de
Balaguer" y como recogió el Vaticano II al afirmar que "las cosas
creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha
de descubrir, emplear y ordenar progresivamente". Respetando su
consistencia, verdad y bondad propias, el cristiano ha de descubrir ese algo
santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno
descubrir (cfr. "Conversaciones..., 114). Sin afirmar la bondad e inteligibilidad
del mundo, se excluiría la posibilidad de ordenarlo a Dios.
Esta mirada comporta necesariamente respetar la libertad de
pensamiento, expresión y acción de los cristianos para realizar esas tareas no dirigidas unívocamente, sino
con posibilidades diversas. El amor a la libertad está imperiosamente presente
en una vida cristiana cabal. Tal visión del mundo se contrapone tanto al
"integrismo" que afirma a Dios a costa de la autonomía de lo creado,
como al "secularismo" que elimina a Dios de la vida social por
entender mal esa autonomía. La Iglesia -ha dicho Francisco- no
es un negocio, no es un organismo humanitario, la Iglesia no es una ONG, la
Iglesia tiene que llevar a todos hacia Cristo y su evangelio.
La segunda idea es que las realidades terrenas son para amarlas
apasionadamente, de modo que todos persigamos las valiosas mejoras que renuevan
la sociedad, el avance de la ciencia y de la técnica, el progreso de la razón,
etc., pero sin olvidar que esos escenarios admirables son medios de santificación,
pero sin constituir el fin último. Escribió san Josemaría: "si
transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del
horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados -amar y
alabar al Señor, y poseerle después en
el Cielo-, los más brillantes intentos se tornan en traiciones". Con el
poeta Pedro Salinas podemos exclamar: "¡Qué gran víspera el mundo!"
Mil gracias, querido Manolo y un fuerte abrazo
ResponderEliminarQuerido amigo Pablo:
EliminarSiempre seré yo quien te deba dar las gracias a ti, de manera que ahí van, junto a mi admiración, mis respeto y un gran y fuerte abrazo.
Manolo.