"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 16 de noviembre de 2013

Capaces de avergonzarse


 Ir a confesarse «es ir a un encuentro con el Señor que nos perdona, nos ama. Y nuestra vergüenza es lo que nosotros le ofrecemos a Él
Autor: SS Francisco
Fragmento de la homilía celebrada el viernes 25 de octubre, durante la misa celebrada en la capilla de Santa Marta

La gracia de la vergüenza es la que experimentamos cuando confesamos a Dios nuestro pecado y lo hacemos hablando «cara a cara» con el sacerdote, «nuestro hermano». Y no pensando en dirigirnos directamente a Dios, como si fuera «confesarse por e-mail». 

San Pablo, después de haber experimentado la sensación de sentirse liberado por la sangre de Cristo, por lo tanto «recreado», advierte que en él hay algo todavía que le hace esclavo. Y en el pasaje de la carta a los Romanos (7, 18-25) propuesto por la liturgia el apóstol, se define «desgraciado». Por lo demás «Pablo ayer hablaba, anunciaba la salvación en Jesucristo por la fe», mientras que hoy «como hermano cuenta a sus hermanos de Roma la lucha que él tiene dentro de sí: Sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Se confiesa pecador. Nos dice: Cristo nos ha salvado, somos libres. Pero yo soy un pobre hombre, yo soy un pecador, yo soy un esclavo.

Se trata de «la lucha de los cristianos», nuestra lucha de todos los días. «Cuando quiero hacer el bien, el mal está junto a mí. En efecto, en lo íntimo consiento a la ley de Dios; pero en mis miembros veo otra ley, que combate contra la ley de mi razón y me hace esclavo». Y nosotros «no siempre tenemos la valentía de hablar como habla Pablo sobre esta lucha. Siempre buscamos una justificación: "Pero sí, somos todos pecadores".

Es contra esta actitud que debemos luchar. Es más, «si nosotros no reconocemos esto, no podemos tener el perdón de Dios, porque si ser pecador es una palabra, un modo de hablar, no tenemos necesidad del perdón de Dios. Pero si es una realidad que nos hace esclavos, necesitamos esta liberación interior del Señor, de aquella fuerza». Y Pablo indica la vía de salida: «Confiesa a la comunidad su pecado, su tendencia al pecado, no la esconde. Esta es la actitud que la Iglesia nos pide a todos nosotros, que Jesús pide a todos nosotros: confesar humildemente nuestros pecados».

La Iglesia en su sabiduría indica a los creyentes el sacramento de la reconciliación. Y nosotros, estamos llamados a hacer esto: «Vayamos al hermano, al hermano sacerdote, y hagamos esta confesión interior nuestra: la misma que hace Pablo: "Yo quiero el bien, desearía ser mejor, pero usted sabe, a veces tengo esta lucha, a veces tengo esto, esto y esto..."». Y así como «es tan concreta la salvación que nos lleva a Jesús, tan concreto es nuestro pecado. 

Hay muchos que rechazan el coloquio con el sacerdote y sostienen confesarse directamente con Dios. Cierto, es fácil, es como confesarse por e-mail... Dios está allí, lejos; yo digo las cosas y no existe un cara a cara, no existe un encuentro a solas». Pablo en cambio «confiesa su debilidad a los hermanos cara a cara.

Hay personas a quienes ante el sacerdote «se confiesan de muchas cosas etéreas, que no tienen ninguna concreción»: confesarse así «es lo mismo que no hacerlo. Confesar nuestros pecados no es ir a una sesión psiquiátrica ni tampoco ir a una sala de tortura. Es decir al Señor: "Señor, soy pecador". Pero decirlo a través del hermano, para que este decir sea también concreto; "y soy pecador por esto, por esto y por esto...".

Admiro el modo en que se confiesan los niños. 
Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños (Mateo 11, 25). Los pequeños tienen una cierta sabiduría. Cuando un niño viene a confesarse, jamás dice algo general: "Padre, he hecho esto, he hecho esto a mi tía, he hecho esto a la otra, al otro le he dicho esta palabra" y dicen la palabra. Son concretos, tienen la sencillez de la verdad. Y nosotros tenemos siempre la tendencia a esconder la realidad de nuestras miserias». En cambio, si hay algo bello es «cuando nosotros confesamos nuestros pecados como están en la presencia de Dios. Siempre sentimos esa gracia de la vergüenza. Avergonzarse ante Dios es una gracia. Es una gracia: "Yo me avergüenzo". Pensemos en lo que dijo Pedro tras el milagro de Jesús en el lago: "Pero Señor, aléjate de mí, que soy un pecador". Se avergüenza de su pecado ante la santidad de Jesucristo.

Ir a confesarse es ir a un encuentro con el Señor que nos perdona, nos ama. Y nuestra vergüenza es lo que nosotros le ofrecemos a Él: "Señor, soy pecador, pero mira, no soy tan malo, soy capaz de avergonzarme". Por ello «pidamos esta gracia de vivir en la verdad sin esconder nada a Dios y sin esconder nada a nosotros mismos».

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