Autor: Pablo Cabellos
Llorente
¿Cómo se despide a un padre que, sin haber fallecido,
promete estar siempre cerca de nosotros, pero escondido para el mundo? Es tan
fiel a su conciencia que muy posiblemente apenas lo veamos. ¡Qué poco entiende
a ese Padre quien lo sospecha vigilante
del heredero! Aunque sin los parámetros de la fe y de un serio conocimiento del
Papa, con los esquemas usuales, no se comprende apenas a Benedicto XVI, ni
antes ni ahora. ¿Alguien ha pensado en el martirio de la humildad?, ¿en el
sacrificio de no ver más a quienes ama intensamente?
Con mirada cristiana
-o simplemente de hombre honrado- nunca calibraremos la hondura de su aseveración
al comparecer tras la fumata blanca: un simple y humilde trabajador en la viña
del Señor. Como tal ha vivido su pontificado y de igual modo se aparta. Pero
hay que subrayar con Machado que es un hombre bueno en el buen sentido de la
palabra, es decir, un simple y humilde trabajador, porque ha servido sencillamente
a un nivel altísimo. No podemos pensar en un siervo gris, descolorido, sin
valor, sino en un hombre tierno y fuerte, sencillo e inteligente, amable y riguroso,
paciente y valeroso. Así son los grandes hombres, así son los limpios de
corazón.
Cervantes
señaló: el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa
muerta, como es muerta la fe sin obras. Nuestro reconocimiento a su figura frágil y gigante no
puede ser mero recuerdo entrañable, sino el hondo aprovechamiento de su
espiritualidad profunda, de su doctrina lúcida, de su gobierno paternal, de su
apertura al mundo manifestada, desde los años de perito conciliar, en su empeño
por el diálogo Razón-Fe, Ciencia-Revelación, Iglesia-Mundo. También en
su trato con las confesiones cristianas, otros creyentes e increyentes. El
conocido coloquio con Habermas es buena
muestra del acercamiento de distancias procurado
con todos. Su honradez estudiando propuestas controvertidas es ejemplar. No
desdeñó los opuestos: escuchó y estudió y respondió.
Como corresponde al sucesor
de Pedro, sin cesiones doctrinales, sin temblarle la mano ante problemas muy
desagradables que afrontó. Pero no sólo intramuros de la Iglesia, sino cuando
ha plantado cara al relativismo o al laicismo, al uso de la religión para utilidad
temporal e incluso como alegato para matar: así lo formuló de modo magistral en
Ratisbona. Ha planteado a los católicos con especial ahínco el tema de la unidad el
pasado Miércoles de Ceniza y en otras muchas ocasiones. Evocando constantemente
que la misión de la Iglesia es esencialmente santificadora -servicio de la
Caridad incluido, siempre en relación con la verdad-, ha reafirmado también su
papel de ayuda para purificar e iluminar
la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos,
como indicó en Westminster Hall.
Porque no sé cómo se despide
a un padre que no ha muerto, ni adivino el dolor de ese padre, ni si estas
líneas son certeras. No obstante, quedarían cojas si no recordara su
insistencia para invitarnos a releer y vivir el Concilio Vaticano II sin las convulsiones
del denominado postconcilio. En la reunión del pasado día 14 con los sacerdotes
romanos, en improvisada y paternal tertulia, se refirió largamente a distintos
aspectos del concilio, pero realzó el
concepto de comunión -ahí está el cimiento de la unidad- que se ha convertido
progresivamente en expresión de la esencia de la Iglesia, comunión en las
diversas dimensiones: con el Dios Trinitario -Él mismo es comunión entre Padre,
Hijo y Espíritu Santo-, comunión sacramental, comunión concreta en el
episcopado y en la vida de la Iglesia.
Trató
de otras herencias del concilio, pero bastaría vivir hondamente esta misteriosa
comunión, un concepto íntimo, capital y difícil de expresar. Cimenta la unidad,
pero es más. Expresado en modo no técnico e imperfecto, es la realidad de los
vasos comunicantes en su más alto grado, una especie de fusión, de
entrelazamiento misterioso entre todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, un
organismo vivo del que todos somos parte. Escribió san Pablo: nosotros, que
somos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo.
Repasó ampliamente el
Vaticano II, subvertido por lo que calificó de concilio virtual, el del maltrato
de la liturgia y los sacramentos, del intento para mudar la moral, etc. Afirmaba
que nos corresponde continuar cambiando aquel concilio virtual por el real,
para ejecutar, con la fuerza del Espíritu Santo, la verdadera renovación de la
Iglesia, la tarea de todos, "para
que nadie se vuelva perezoso en la fe". Su
última audiencia pública ha sido a corazón abierto, con la emoción contenida,
pero aportando su fe y agradecimiento
porque la Barca de Pedro está gobernada por Dios. Hemos visto su conmovedora paternidad con todos.
Estas palabras no son un
adiós, sino un hasta siempre, Benedicto XVI, con la disposición valiente de ser
fieles a un Papa que -como sus predecesores, gracias a Dios- lo ha dado todo por la Iglesia.
Parafraseándole su declaración de renuncia, bien podemos decirle: Queridísimo
Santo Padre, te damos las gracias de todo corazón por el peso que has llevado
con tu ministerio, y te pedimos perdón por nuestros defectos.
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