Autor: Pablo Cabellos Llorente
Se cuentan
por décadas los años transcurridos desde que me impactó este punto de Camino:
"Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi
corazón". Más tarde, tuve repetidas ocasiones de escuchar de labios de San
Josemaría esta misma idea expresada de mil modos, todos ellos conducentes a
querer al Papa por ser quien es, con independencia de su modo de ser, estilo,
forma de gobernar, etc. Tomando la expresión de Santa Catalina de Siena -según
creo recordar- le llamaba el dulce Cristo en la tierra o también el vicecristo.
Acababa de
recibir la noticia de la dimisión del Papa cuando había de salir de casa, pero
me ha dado tiempo a leer e imprimir el texto de su anuncio. Ya en el coche, me
han venido a la cabeza esas palabras de Camino y mil recuerdos embarullados que
han concluido en el propósito de rezar más por este Papa hasta el día 28 y orar
también por el que le suceda. Es la segunda vez que un Papa dimite.
Luego he
leído algunos digitales comparando la decisión de Juan Pablo II de continuar
hasta el final y la de Benedicto XVI que se va porque su vigor ha disminuido de
tal forma que debe reconocer -ha dicho él mismo- su incapacidad para ejercer
bien su ministerio. Aunque parezcan opuestos, son dos gestos grandes de dos
grandes personajes de nuestro tiempo. El Beato Juan Pablo II no se bajó de la
cruz que le unía a Cristo en sus graves enfermedades porque, a pesar de ellas,
se veía capaz de cumplir su tarea. El Papa actual se va con la sencillez del
que se ve incapaz de continuar esa misma misión. Había declarado que obraría así de
encontrarse en tal situación.
No es fácil
encontrar en nuestro mundo esta humildad de las almas grandes, que son capaces
de sufrir lo indecible por los demás -algo que también ha realizado Benedicto
XVI- o bajarse de un pedestal hecho para servir, pero que no deja de estar muy
alto. Se baja para "servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con
una vida dedicada a la plegaria".
En la carta
dedicada al Año de la Fe escribió estás palabras: "llegados sus últimos
días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que buscara la fe con la
misma constancia que cuando era niño". A continuación, estimulaba a
escuchar esa invitación como dirigida a cada uno de nosotros para que nadie se
vuelva perezoso en la fe. Se me antoja como un testamento para los cristianos
de nuestro tiempo: no permitir que la pereza, la dejadez o el abandono
apolillen nuestra fe, no permitirnos la negligencia de incumplir el mandato divino de mostrar esa fe
a quien la necesita. Sólo en Cristo, nos dice, tenemos la certeza para mirar al
futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero.
Pienso que
la humildad de estos dos últimos papas nos está consintiendo mirar y ver de
manera adecuada a ese Cristo que, como se lee en Hebreos, es el mismo hoy, ayer
y siempre. Los dos son una muestra palpable de que Cristo vive en la Iglesia,
en sus fieles, en los sacramentos y, de algún modo, en todo hombre que viene a
este mundo.
Tuve la
fortuna de asistir a una conferencia del cardenal Ratzinger dos o tres años
antes de ser Benedicto XVI. Después, pude saludarlo y participar en una comida
con él y un reducido número de asistentes. Era conocido por sus libros, pero su
persona estaba oculta a la mayoría. Al
presentármelo, habló con tal sencillez y naturalidad, que volví a mi casa
diciendo que era un gran intelectual pero, sobre todo, un hombre de Dios, un
alemán tierno, dije también como algo no corriente en nuestros esquemas simples
sobre los germanos. Al ser presentado como vicario de la Prelatura del Opus Dei
-lo era entonces-, recordó el gran acto de la canonización de san Josemaría y
un magnífico artículo que él mismo publicó ese día: "Dejar obrar a Dios".
También
tuve la fortuna de saludar a Juan Pablo II en la audiencia subsiguiente a la
masiva beatificación de mártires valencianos. ¡Ah! ¡Valencia, Valencia!, me
dijo. Y lo guardo emocionado en mi alma ya valenciana. Estaba muy enfermo, pero vivía su servicio con la
sencillez de los grandes.
Pienso que
ese modo de ser solo se da en quien es verdaderamente sencillo y humilde, tanto
para no bajarse de la cruz como para marcharse
declarándose incapaz. La humildad, cuando es verdadera, puede
presentarse en formas aparentemente contrapuestas. A veces se puede ser humilde
callando y, en otras ocasiones, hablando, Se puede vivir la humildad
renunciando a derechos personales o exigiéndolos en modo adecuado. No en vano,
Cristo, que siendo modelo de todo no se puso como tal de casi nada, nos pidió:
aprended de mi que soy manso y humilde ce corazón.
La pérdida
causa dolor, pero la fe se acrisola por el fuego. También está escrito al final
de Porta Fidei.
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