Autor: Pablo Cabellos Llorente
Como afirmó
un viejo político español, no nos conviene instalarnos en el triunfalismo de la
catástrofe, es decir, no debemos refocilarnos en los males que padecemos para
verlo todo negro y huir de algo tan estupendo como es el espíritu positivo.
Pero nada de eso impide que, con la debida serenidad, este país nuestro limpie la lacra de la corrupción. Un estado de cosas
que adquiere por momentos carácter de pandemia. Además, con la secreta y dura
certeza, de que casi nadie hará nada.
Si fuera
cierto que dos grandes partidos políticos han realizado un pacto para el
entierro de las propias miserias están machacando la nación. La razón es
sencilla: la miseria tapada, huele muy mal y hace mucho daño. De mil maneras:
porque es robar, porque engendra una espiral en la que progresivamente crecen
los envueltos en ella, porque determinados cargos -muy necesarios- se
desprestigian al podrirse, porque se acaba dañando al más necesitado... Y no estoy inmiscuyéndome en el terreno político
o económico: es un asunto moral de proporciones incalculables.
Se corrompe
el político, se han depravado algunos directivos financieros, se vende un
policía, se compra a un juez, hace enjuagues sucios algún empresario, juegan contaminados
algunos sindicalistas y hasta artistas de todo tipo apoyan a unos u otros por conveniencia, en lugar de hacerlo
con la justicia propia del creativo. Cuando la marea de la corrupción se
generaliza, somos todos arrollados como víctimas o como verdugos. La picaresca
del Lazarillo de Tormes frente a la avaricia de sus diversos amos sólo es una tenue imagen de lo nuestro.
La Justicia
verdaderamente independiente debe hacer frente a ese estado de cosas con
verdadera urgencia y sin venderse los magistrados por dinero o ideología.
Recuérdese el caso italiano de "Manos limpias", con jueces
aparentemente impolutos persiguiendo a políticos corruptos y con la triste
conclusión de jueces igualmente deshonestos. También pueden realizar una gran
tarea los líderes políticos que se encuentren dispuestos a limpiar sus
partidos, y los sindicales, y los financieros...
Sólo la
justicia puede acabar con este estado de cosas, dando a cada cual su merecido,
restableciendo el orden normal de las cosas. Pero hay un "pero":
¿Cuál es el orden normal? ¿No habría que restablecerlo volviendo a la
naturaleza de la realidad corrompida por leyes y conductas inaceptables? Entre
todos hemos pervertido el modo humano de vida aceptando como normal lo que,
desgraciadamente, ha devenido "normal" estadísticamente hablando.
Vale lo que hace la mayoría. Si ésta engaña, pues vale engañar; si roba, pues
se acaba oyendo que si otros pueden robar, yo también; que se hace costumbre
abandonar a la propia esposa, pues allá que vamos todos. Y, claro, si uno se la
juega a su mujer, o al revés, ¿por qué razón va a ser más limpio conmigo? Sí,
ya sé que piso cristales, pero hay que decir la verdad de una vez por todas.
Porque la resultante está siendo un engaño monumental.
¿Y qué pinta aquí el perdón? Me parece
fundamental porque el perdón es compatible con el deseo de una justicia
rigurosa para el prevaricador o el ladrón de largo alcance. No lo entiendo como
liberación de la pena correspondiente, sino como una actitud interior de todos
y cada uno que evite posos de amargura, rencores, odios, malquerencias, etc.
Que se haga justicia desde la serenidad, desde el deseo de restablecer el orden
conculcado, desde esa actitud del alma que consiste en tener buen corazón, la
sabiduría del corazón que mira las personas y situaciones con ojos de una
misericordia no reñida con la justicia.
Muy
probablemente una de las actitudes más humanas es la de saber perdonar y saber pedir perdón. Desde lo mejor del ser
humano se puede pensar en un delincuente encarcelado que solicita perdón por su
delito, como es también pensable un damnificado que perdona al que se encarcela
como causante del daño.
Ni paños
calientes, ni justicierismo vengativo, ni ocultamientos con pacto o sin él.
Pero de veras, sin engaños, sin la mera apariencia de que algo ya se hace. Es
necesario sacar la podadora y cortar las ramas putrefactas que corroen el árbol
entero. Y, perdóneseme la insistencia, eso sólo se hace desde la vuelta a la
naturaleza, a la realidad del ser de cada persona, de cada sociedad, de las
instituciones una a una, de la verdadera puesta en marcha de esa regeneración
tan traída y llevada en la boca y tan estéril en los hechos.
La mía es
una muy modesta llamada a las conciencias de los que podemos tener unas u otras
responsabilidades en este terreno. Por supuesto, los católicos en primer lugar.
Quizá sea preciso lavar antes los corazones encallecidos por una especie de
basura que hasta hemos convertido en material apetecible. Ha sido un parto de
decenios, precipitado en nuestro tiempo, cuyo fruto es el cinismo de un mundo
sin Dios, en el que sólo importan el poder y las ganancias. Destruidos los
criterios morales, nos hemos quedado con la corrupción.
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