Javier Menéndez Ros*.
Hace poco visité,
emocionado, las catacumbas de San Calixto en Roma. Allí están enterrados miles
de cristianos, muchos de ellos niños y familias enteras que, a escondidas,
trazaban el signo de un pez para reconocerse. Ellos entendían y aceptaban que
si el Maestro había entregado su vida por nosotros también su sangre podría
derramarse en sacrificio por otros, como así fue.
Jesus nos anunció
la persecución que los cristianos tendríamos hasta el fin de los tiempos. Por
eso en cada uno de los 21 siglos de historia después de su muerte los mártires
han continuado escribiendo con su sangre las líneas de un increíble testimonio
de fidelidad.
La beatificación
de 522 mártires que dieron su vida en el transcurso de la Guerra civil española
no es una bandera de provocación, ni una exaltación de ideologías trasnochadas
sino simplemente la constatación y el reconocimiento de que fueron muchos en
esos años, los que dieron su vida por el único hecho de llevar un hábito
religioso, por tener una cruz colgada al cuello o un rosario entre sus dedos, o
por confesar una fe de la que no quisieron apostatar. Aquellos hombres y
mujeres no renunciaron a la marca de su bautismo, al contrario, el Espíritu
Santo les dio fuerzas para que su testimonio llegase, en muchos casos, hasta el
extremo de perdonar a los que les quitaban la vida.
Si el siglo XX
quedó regado con la sangre de millones de víctimas en las dos contiendas
mundiales, con los terribles exterminios realizados por nazis y comunistas y
por multitud de guerras locales, el siglo XXI nos está escribiendo su propio
martirologio. De forma especial en países como Irak, Egipto o Pakistán cada ano
tenemos historias terribles de cristianos secuestrados o asesinados
cobardemente en sus casas, en sus comercios o mientras participan de la misa.
Situaciones parecidas se viven en países con una islamización radical creciente
como es el caso de Sudán, Mali, la República Centroafricana o Nigeria.
Nuestros mártires
de hoy son, en su mayor caso, parte de pequeñas minorías discriminadas que
forman los cristianos. Su fe no la pueden vivir libremente ni en China, ni en
Vietnam, ni en Corea del Norte, ni en Arabia Saudí. Se calcula que son 350
millones de cristianos los que viven en países donde son perseguidos o están
discriminados. Ellos saben que se juegan la vida por ser discípulos de Aquel
que fue crucificado como un criminal. Ellos son «el grano de trigo que cae en
tierra, muere y, ciertamente, da fruto». Ellos son el mejor ejemplo de
compromiso que debería remover nuestro cristianismo tibio.
¡Honremos a
nuestros mártires, pero hagámoslo con el testimonio de una fe valiente, de una
fe sin complejos que nos lleve a mostrar el amor de Dios a todos los hombres!
No hay comentarios:
Publicar un comentario