Autor:
Carolina Crespo Fernández
Para cambiar el mundo,
no basta con cambiar estructuras, sino fomentar una sociedad donde primen los
valores humanos. Vivimos en una sociedad materialista en la que se ha levantado
un altar a los ídolos del dinero y del poder a costa de una humanidad deshumanizada
donde fracasan las familias y donde muchos negocios se convierten en nidos de
malhechores. Por desgracia, hoy son muchos los que piensan que la honestidad
está más presente en los libros o en las películas que en la vida real. La
honestidad expresa lo mejor del ser humano. La calidad humana de una sociedad
se define por lo extendida que está esta virtud en ella. Las personas honestas
deben ser un estímulo moral para todos, pero hoy el mundo idolatra el dinero
--da igual cómo se consiga--, el poder y el sexo.
La honestidad va ligada al concepto de autenticidad, a la verdad. Una persona
auténtica es una persona honesta, que es coherente y enriquece a la sociedad
con su modo de ser sincero, que la aleja de toda falsedad, incoherencia y
doblez. Estas últimas cualidades siempre se desvanecen como una brizna ante un
soplo de viento.
La honestidad es la perfección moral del ser humano y está ligada a una
exigente rectitud de conciencia así como al resto de las demás virtudes. La
honestidad es símbolo de transparencia; la falsedad, la apariencia, van unidas
a las tinieblas. La persona auténtica vive de principios sólidos, que le
otorgan la capacidad de discernir lo que es justo o injusto, lo que es noble o ruin.
Ser honesto no es sinónimo de ser idiota; ser honesto es una virtud a la que
algunos idiotas no les interesa entender ni practicar.
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