Cuando creamos haber perdido el rumbo, volvamos los ojos
a Él, que nos mostrarán el rumbo, que dará sentido a nuestra existencia.
Las calles se comienzan a vestir de fiesta, el ambiente
comienza a notarse diferente, los vendedores aprovechan las instancias del
momento para mejorar sus precios, adornar sus tiendas, y claro, vender todo lo
que puedan. Se acerca Navidad, para nosotros cristianos tiene un sentido y
valor únicos, recordar y hacer presente ese momento histórico en donde Dios nos
visita con un rostro humano; Él decide, por amor, hacerse hombre y compartir 33
años con nosotros. Su paso fue breve, pero marcó indiscutiblemente un parte
aguas en nuestras vidas, nos trajo el mensaje de amor, paz, bien y perdón a
todos los hombres; ojalá a partir de este primer domingo de Adviento, nuestra
carrera de preparación sea para el encuentro con Jesús, y que una vez más, nos
esforcemos para darle a la Navidad el verdadero sentido.
Había una vez un hombre que no creía en Dios. No tenía reparos en decir lo que pensaba de la religión y de las festividades cristianas como la Navidad. Su mujer, en cambio, era creyente a pesar de los comentarios desdeñosos de su marido.
Una Nochebuena que estaba nevando, la mujer se disponía a llevar a sus hijos a la parroquia de la localidad agrícola donde vivían, le pidió al marido que los acompañara, pero se negó.
¡Qué tonterías! -argumentó- ¿Por qué Dios se iba a rebajar a la tierra adoptando la forma de hombre? ¡Qué ridiculez! Los niños y la esposa se marcharon, y él se quedó en casa. Un rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor intensidad y se desató una ventisca. Observando por la ventana, todo lo que aquel hombre veí¬a era una cegadora tormenta de nieve y decidió relajarse sentado ante la chimenea. Al cabo de un rato, oyó un golpazo en la ventana, luego oyó un segundo golpe fuerte; miró hacia afuera, pero no logró ver más que a unos pocos metros de distancia. Cuando amainó la nevada, se aventuró a salir para ver qué habí¬a golpeado la ventana, y encontró a dos gansos muertos y una bandada de gansos salvajes en su potrero.
Por lo visto, iban camino al sur para pasar el invierno y se vieron sorprendidos por la tormenta de nieve; perdidos, terminaron en aquella granja sin abrigo ni alimento.
Daban aletazos y volaban bajo, en círculos por el campo, cegados por la borrasca, sin seguir un rumbo fijo. El agricultor sintió lástima por los gansos y quiso ayudarlos.
Sería ideal que se quedaran en el granero -pensó- ahí estarán al abrigo y a salvo mientras pasa la tormenta.
Dirigiéndose al establo, abrió las puertas de par en par; luego aguardó y observó con la esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto, pero no obstante, se limitaron a revolotear dando vueltas. Ni siquiera se dieron cuenta de la existencia del granero y de lo que podía significar en esas circunstancias.
El hombre intentó llamar la atención de las aves, pero sólo consiguió asustarlas y que se alejaran más. Entró a la casa y salió con algo de pan, lo fue partiendo en pedazos y dejando rastros hasta el establo; sin embargo, los gansos no entendieron.
El hombre empezó a sentir frustración; corrió tras ellos tratando de ahuyentarlos en dirección al granero, pero lo único que consiguió fue asustarlos más y que se dispersaran. Por mucho que intentara, no conseguía que entraran al granero, donde estarían abrigados y seguros.
¿Por qué no me seguirán? -exclamó- ¿Es que no se dan cuenta que ese es el único sitio donde podrán sobrevivir a la nevasca?
Reflexionando unos instantes, cayó en la cuenta de que unas aves no seguirían a un ser humano. Si yo fuera uno de ellos, entonces sí podría salvarlos, pensó.
Seguidamente, se le ocurrió una idea: entró al establo, agarró a un ganso doméstico y lo llevó en brazos paseándolo entre sus congéneres salvajes; luego lo soltó, el ganso voló entre los demás y se fue directamente al interior del establo; una por una, las otras aves lo siguieron hasta que estuvieron todas a salvo.
El campesino se quedó en silencio por un momento mientras las palabras que había pronunciado hacía unos instantes resonaban en su cabeza: "si yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí que podría salvarlos!"
Reflexionó luego en lo que había dicho a su mujer: "¿Por qué Dios iba a querer ser como nosotros? ¡Qué ridiculez!"
De pronto, todo empezó a cobrar sentido; entendió que eso era precisamente lo que Dios había hecho: nosotros éramos como aquellos gansos, estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer. Dios se volvió como nosotros a fin de indicarnos el camino, y por consiguiente, salvarnos.
El agricultor comprendió el sentido de la Navidad y por qué Jesús había venido a la tierra. Junto con aquella tormenta pasajera, se disiparon años de incredulidad. De rodillas elevó su primera plegaria: "Gracias Señor, por venir en forma humana a sacarme de la tormenta".
Sí, Jesús vino a sacarnos de la tormenta, de la tormenta individual que muchas veces nos ciega, nos hace perder el camino de nuestra vida y nos lleva a la deriva. ¡Dejemos de dar vueltas sin sentido! Cuando creamos haber perdido el rumbo, volvamos los ojos a Él. Miremos el pesebre, miremos la cruz..
Había una vez un hombre que no creía en Dios. No tenía reparos en decir lo que pensaba de la religión y de las festividades cristianas como la Navidad. Su mujer, en cambio, era creyente a pesar de los comentarios desdeñosos de su marido.
Una Nochebuena que estaba nevando, la mujer se disponía a llevar a sus hijos a la parroquia de la localidad agrícola donde vivían, le pidió al marido que los acompañara, pero se negó.
¡Qué tonterías! -argumentó- ¿Por qué Dios se iba a rebajar a la tierra adoptando la forma de hombre? ¡Qué ridiculez! Los niños y la esposa se marcharon, y él se quedó en casa. Un rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor intensidad y se desató una ventisca. Observando por la ventana, todo lo que aquel hombre veí¬a era una cegadora tormenta de nieve y decidió relajarse sentado ante la chimenea. Al cabo de un rato, oyó un golpazo en la ventana, luego oyó un segundo golpe fuerte; miró hacia afuera, pero no logró ver más que a unos pocos metros de distancia. Cuando amainó la nevada, se aventuró a salir para ver qué habí¬a golpeado la ventana, y encontró a dos gansos muertos y una bandada de gansos salvajes en su potrero.
Por lo visto, iban camino al sur para pasar el invierno y se vieron sorprendidos por la tormenta de nieve; perdidos, terminaron en aquella granja sin abrigo ni alimento.
Daban aletazos y volaban bajo, en círculos por el campo, cegados por la borrasca, sin seguir un rumbo fijo. El agricultor sintió lástima por los gansos y quiso ayudarlos.
Sería ideal que se quedaran en el granero -pensó- ahí estarán al abrigo y a salvo mientras pasa la tormenta.
Dirigiéndose al establo, abrió las puertas de par en par; luego aguardó y observó con la esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto, pero no obstante, se limitaron a revolotear dando vueltas. Ni siquiera se dieron cuenta de la existencia del granero y de lo que podía significar en esas circunstancias.
El hombre intentó llamar la atención de las aves, pero sólo consiguió asustarlas y que se alejaran más. Entró a la casa y salió con algo de pan, lo fue partiendo en pedazos y dejando rastros hasta el establo; sin embargo, los gansos no entendieron.
El hombre empezó a sentir frustración; corrió tras ellos tratando de ahuyentarlos en dirección al granero, pero lo único que consiguió fue asustarlos más y que se dispersaran. Por mucho que intentara, no conseguía que entraran al granero, donde estarían abrigados y seguros.
¿Por qué no me seguirán? -exclamó- ¿Es que no se dan cuenta que ese es el único sitio donde podrán sobrevivir a la nevasca?
Reflexionando unos instantes, cayó en la cuenta de que unas aves no seguirían a un ser humano. Si yo fuera uno de ellos, entonces sí podría salvarlos, pensó.
Seguidamente, se le ocurrió una idea: entró al establo, agarró a un ganso doméstico y lo llevó en brazos paseándolo entre sus congéneres salvajes; luego lo soltó, el ganso voló entre los demás y se fue directamente al interior del establo; una por una, las otras aves lo siguieron hasta que estuvieron todas a salvo.
El campesino se quedó en silencio por un momento mientras las palabras que había pronunciado hacía unos instantes resonaban en su cabeza: "si yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí que podría salvarlos!"
Reflexionó luego en lo que había dicho a su mujer: "¿Por qué Dios iba a querer ser como nosotros? ¡Qué ridiculez!"
De pronto, todo empezó a cobrar sentido; entendió que eso era precisamente lo que Dios había hecho: nosotros éramos como aquellos gansos, estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer. Dios se volvió como nosotros a fin de indicarnos el camino, y por consiguiente, salvarnos.
El agricultor comprendió el sentido de la Navidad y por qué Jesús había venido a la tierra. Junto con aquella tormenta pasajera, se disiparon años de incredulidad. De rodillas elevó su primera plegaria: "Gracias Señor, por venir en forma humana a sacarme de la tormenta".
Sí, Jesús vino a sacarnos de la tormenta, de la tormenta individual que muchas veces nos ciega, nos hace perder el camino de nuestra vida y nos lleva a la deriva. ¡Dejemos de dar vueltas sin sentido! Cuando creamos haber perdido el rumbo, volvamos los ojos a Él. Miremos el pesebre, miremos la cruz..
Autor: P. Dennis Doren L.C.
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