Autor:
Pablo Cabellos Llorente
El DRAE define escuetamente el verbo
del título: vivir en compañía de otro u otros. Es posible que así la Real
Academia haya deseado abarcar toda posible forma de convivencia, pero parece
muy pobre para la sociabilidad humana. De hecho, cuando expresamos la necesidad
de convivir con todos, no nos limitamos a pensar en una yuxtaposición de unos
con otros, ni siquiera en que residimos bajo un mismo techo, y tampoco que no
nos peleamos con el del al lado.
El Magisterio de la Iglesia se ha
referido a valores seguros para lograr la perfección personal y una convivencia
social más humana. Esos valores,
inherentes a la dignidad de la persona, serían la verdad, la libertad, la
justicia y el amor. Así lo afirmó Juan XXIII y el Vaticano II, de un modo que a
mi parecer sirve para los hombres y mujeres de cualquier creencia. Además, es
obvio que este aprecio por la convivencia digna es mucho más hondo que el del
diccionario citado.
Efectivamente, una sociedad no cimentada
en la verdad, una convivencia construida sobre la mentira -lo estamos
comprobando ahora en buena medida- es irreal y no conduce a una auténtica relación humana. La apertura
a la verdad -cualquiera que sea su origen- es un signo de madurez que aleja a
las sociedades de modos arbitrarios de vida. Pero nos mata la moda, lo
políticamente correcto, las encuestas, el egoísmo, la codicia engendrada por presiones
mercantiles o de poder, los respetos humanos , etc. La crisis económica que
padecemos es, en buena medida, fruto de la mentira.
Sólo la verdad es cauce adecuado para una libertad que merezca
ese nombre. De otro modo, ésta se empobrece hasta límites insospechados cuando
es guiada hacia una perspectiva
individualista y reducida al ejercicio
arbitrario e incontrolado de la propia autonomía personal. Libertad será sólo
elegir, pero sin rumbo. La belleza de la verdad y del bien -objetivos de la libertad-
permanece harto ensombrecida por esa visión estrecha del gran don de la
naturaleza humana. Se juega con el hombre, dándole opciones liberticidas
mientras que el libre albedrío para lo decisivo se reserva al criterio de unos
pocos, tal vez errados. La libertad se vigoriza -dice Gaudium et Spes- cuando
el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre si
las multiformes exigencias de la vida humana y se obliga al servicio de la
comunidad en que vive.
La justicia es una virtud cifrada en
la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.
Un Estado de Derecho lo será en tanto en cuanto se acerque más a esa realidad.
Lo que no se configure así es puro legalismo, conveniencia, presiones,
modas, dificultades para la convivencia
serena. Frecuentemente nos quejamos de
la lentitud de los tribunales que imparten justicia, pero ¿con qué leyes han de
hacerlo?, ¿con qué personas?, ¿con qué independencia? Y por encima de todo eso,
se sitúa la educación, el talante individual y
social de quienes pretenden ser
justos.
Pero incluso una justicia más o
menos bien organizada desemboca en el justicierismo ajeno al amor, resumido por
los clásicos en sabia fórmula: Maximum
ius, maxima iniuria. Nuestra convivencia requiere el amor, algo que va más allá
de una justicia escueta que puede convertirse en la máxima injuria. Los valores
citados -verdad, justicia y libertad-
nacen y se desarrollan de la fuente interior del amor que consiste en darse, en
el empeño por olvidarse de uno mismo, en
la comprensión, en la capacidad de escuchar, disculpar y perdonar, en el
difícil empeño de situarse en el lugar de los demás, en el dolor por los
sufrimientos ajenos... No en vano la
etimología de la palabra concordia indica unión de corazones, la mejor
convivencia.
Si he escrito lo anterior es porque
pienso que necesitamos elevar mucho el listón para buscar una convivencia de
calidad que acabe notándose en una sonrisa, en la paciencia para escuchar, en
la honradez para no hacer de la política el arte de atacar mejor al oponente
mientras el país se desangra, en negocios apartados de la codicia, en la
autenticidad del sindicalista, en la fidelidad del sacerdote, en leyes no
arbitrarias, en modas que dignifican, en
la veracidad, en la confianza, en la amabilidad, en la solidaridad personal y
de las colectividades, en jueces no presionados ni politizados, en el cariño por niños y
ancianos, en la lealtad matrimonial...
Algo muy concreto, pero que tal vez señala
con pocas palabras lo que deseo expresar: "A veces pretendes justificarte,
asegurando que eres distraído, despistado; o que, por carácter, eres seco,
reservón. Y añades que, por eso, ni siquiera conoces a fondo a las personas con
quienes convives. -Oye: ¿verdad que no te quedas tranquilo con esa
excusa?" (Surco, 755). Algo pequeño que puede traducirse -para bien o para
mal- en algo grande. ¿Y si lo llevamos a lo tratado aquí, a fin de no buscarnos
excusas en la búsqueda generosa de una convivencia cordial?
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