Con estas palabras expreso que
existe alguien que me escucha, que no me deja solo y que está siempre presente.
A pesar de la infinita distancia que me separa de Él yo puedo dirigirme a Dios,
ser un tú para Él. Su grandeza no es sofocante, no me reduce a algo inesencial
e insignificante. Estoy, ciertamente, bajo su tutela, como un hijo está bajo su
padre. Mas, al propio tiempo, existe una igualdad y semejanza fundamental entre
Él y yo: soy tan importante para Él, le pertenezco tan íntimamente, que sólo le
nombro adecuadamente cuando le digo «Padre». Haber nacido no es, pues, delito,
sino gracia. Aun cuando no siempre lo percibamos, vivir es siempre hermoso. Soy
amado, no soy hijo del azar y la necesidad, sino de la voluntad y la libertad.
Por eso es precisa también mí colaboración. Existe un designio para mí, una
tarea pensada exclusivamente para mí: hay una idea de mí que yo puedo buscar y
encontrar y colmar. Cuando la educación a través de la vida resulte difícilmente
soportable, cuando tenga ganas de gritar como Job, como los devotos de los
Salmos, puedo transformar el grito en la palabra «padre». Haciéndolo así el
grito volverá a convertirse, poco a poco, en palabra, la irritación en
confianza, pues desde el Padre se torna evidente que la exigencia dirigida a mí
-e incluso mi estado aparente de honda aflicción- es parte del gran amor al que
tengo que estar agradecido.
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