La envidia y la avaricia llevan a seguir el camino equivocado
En la bella ciudad de Marraquech vivía un pobre pastelero que, ante la mala
fortuna en su negocio, decidió partir hacia otras tierras, con la esperanza de
encontrar una vida mejor. Ahmed recogió lo único que tenía, un farolillo de
hojalata con cristales rojos, y emprendió su viaje.
Al cabo de varios días, llegó a un próspero valle, donde fue recibido por el
jeque de aquel lugar, un hombre generoso y hospitalario. En pago por su
hospitalidad, Ahmed le regaló lo único que tenía: su farolillo rojo. El jeque
examinó el farol con asombro, porque en aquella ciudad no conocían el cristal,
y aquello de ver la luz de una vela brillando a través de un cristal rojo le
parecía un espectáculo maravilloso. ¿Cómo podría corresponder adecuadamente a
aquel maravilloso obsequio, si él sólo tenía montones de oro y piedras preciosas?
Al final, ofreció a Ahmed doce camellos cargados de piedras preciosas, y éste,
sorprendido, volvió a Marraquech, donde se construyó un magnífico palacio
rodeado de jardines.
Ahmed tenía un hermano llamado Said, que gozaba de cierta riqueza, pero que
nunca había ayudado a su hermano cuando éste lo había necesitado. Envidioso por
la suerte de Ahmed, fue a verle, y consiguió enterarse del origen de su
sorprendente fortuna. Entonces pensó que si su hermano había conseguido toda
esa riqueza a cambio de un simple farol rojo, ¿Qué no le darían a él, a cambio
de un regalo realmente valioso? Así que vendió todo cuanto tenía, cargó sus
pertenencias en unas mulas, y partió, siguiendo el camino que su hermano le
había indicado.
Pero durante el viaje fue asaltado por una partida de ladrones, que le robaron
todo, viéndose entonces Said tan pobre como en otro tiempo lo había sido Ahmed.
Con todo, decidió seguir, hasta que un día llegó a su destino.
El jeque lo acogió con hospitalidad. En el momento de partir, Said le ofreció
como regalo lo único que le había quedado, un viejo reloj de latón sin ningún
valor. Mas en aquella ciudad tampoco se había oído hablar jamás de relojes, por
lo que el jeque valoró aquel regalo mucho más que cualquier otra riqueza.
Pensando sobre cómo corresponder a aquel maravilloso presente, y pensando que
las joyas no significaban nada, que eran simples bagatelas, llegó a la
conclusión de que sólo había en su palacio un tesoro que fuera digno de aquella
incomparable máquina de medir el tiempo. Con infinito pesar, el jeque regaló a
Said su objeto más preciado: el farol de cristales rojos que siempre llevaba
consigo.
Ni que decir tiene que los ladrones no molestaron a Said en su camino de vuelta
a Marraquech.
Autor: Laureano Benítez
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