Personajes de la fe
Para creer, son de gran importancia la humildad y la sencillez del corazón,
porque es en el corazón «donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que
nos toquen y nos transformen en lo más hondo»
Cuenta san Lucas que, terminado el sermón de la montaña, Nuestro Señor
entró en Cafarnaún. “Había allí un centurión que tenía un siervo enfermo, a
punto de morir, a quien quería mucho. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió
unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo"[1]. La escena es
encantadora: en el comienzo de la vida pública del Señor, durante el ministerio
en Galilea, he aquí que le llega una embajada solicitándole un milagro. La
envía un centurión –una persona importante en la ciudad–, que tiene un siervo
gravemente enfermo para pedirle su curación.
El envío de esos
mensajeros es fruto de un sentimiento de indignidad por parte del centurión: no
se consideraba digno de presentarse ante Jesús, ni de que Jesús entrase en su
casa, que era la casa de un «gentil». Todo hace pensar que aquel oficial se
había formado un alto concepto de la dignidad de Jesús y que conocía las
costumbres y leyes del pueblo judío en lo referente al trato con los
«gentiles». Por esta razón, cuando sabe que Jesús viene hacia la casa, envía
una segunda embajada pidiéndole que no se moleste en llegar hasta ella.
Los enviados se lo comunican al Señor con unas palabras que la Iglesia evoca a
diario en la liturgia de la Santa Misa: «Domine, non sum dignus ut intres
sub tectum meum, sed tantum dic verbo…»[2] Señor, “no soy
digno de que entres en mi casa (…). Pero dilo de palabra y mi criado quedará
sano"[3].
El Señor alaba esta actitud y exclama ante la multitud que le acompaña: “Os
digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande"[4]. Cuando los
enviados vuelven a la casa, ya está curado el siervo. San Lucas recalca que
Jesús se admiró de la humildad y de la fe del centurión. Esta vez ha
sido un «gentil», es decir, alguien no perteneciente al pueblo escogido, el que
ha dado ejemplo de «fe», llenando de alegría al Señor.
Un obsequio razonable
Jesús ha calificado
como fe el comportamiento del centurión que tiene muchas facetas: la
confianza absoluta en el poder del Señor, la sencilla manifestación de
humildad, la confesión pública de su dignidad. Todo sucede ante la multitud que
rodea al Señor, sin que el militar se recate de confesar su «indignidad» y de
mostrar su fe. Jesús alaba la decisión del centurión, en la que van unidas la
humildad y la confianza en su Persona junto con el reconocimiento de que Él
viene de parte de Dios. Estas son las disposiciones que la Iglesia desea
suscitar en nosotros al pedir que, inmediatamente antes de acercamos a recibir
la Sagrada Comunión, nos dirijamos al Señor con esas palabras, aumentando así
nuestras disposiciones de fe, de humildad y de confianza.
El centurión ha oído
hablar de Jesús y de su poder de curar; quizás han llegado hasta sus oídos
algunas palabras pronunciadas por el Señor en el Sermón del Monte, o quizás
también alguien le haya contado algún milagro. En cualquier caso, no ha podido
escuchar todavía noticias de muchas cosas, pues nos encontramos en el comienzo
de la vida pública. Y sin embargo, lo poco que le ha llegado ha sido suficiente
para hacerle creer y confiar en Jesús; algo le ha dado a su corazón motivo
suficiente para creer en su poder, incluso para entrever la «dignidad» del
Señor.
La fe es un «obsequio
razonable» a Dios, pues se apoya en unos motivos que hacen razonable el creer,
más aún, que nos dicen que debemos creer, pues, junto con la gracia de Dios, se
nos han dado signos suficientes que nos indican que debemos fiarnos de Él. No
creemos en el absurdo, sino en algo que está por encima de nuestra
inteligencia. Y creemos, porque se nos dan razones suficientes para hacer el
paso hacia la fe de manera razonable y honesta. La fe no sería un obsequio que
el hombre ofrece a Dios, si no tuviese esas dos características: Dios quiere la
adhesión de nuestra inteligencia a su palabra, no la anulación de la razón;
quiere su apertura a la verdad, no que se ciegue ante ella adhiriéndose al absurdo.
Escribe san Ireneo, «como desde el principio el ser humano fue dotado del libre
albedrío, Dios, a cuya imagen fue hecho, siempre le ha dado el consejo de
perseverar en el bien, que se perfecciona por la obediencia a Dios. Y no sólo
en cuanto a las obras, sino también en cuanto a la fe, el Señor ha respetado la
libertad y el libre albedrío del hombre... como se demuestra en las palabras de
Jesús al centurión: Vete, que te suceda según tu fe»[5].
La fe es un acto
humano que perfecciona al hombre en cuanto tal, y esto no sería así, si le
llevase a actuar contra su razón. La fe no es involución de la inteligencia,
sino apertura a la verdad por el camino de la confianza en quien nos la
propone. Esa confianza es esencial para que la fe sea razonable. En el caso de
la fe teologal, se trata de una adhesión que se debe a Dios y sólo a Él. «La fe
es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo
e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha
revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y a la verdad que Él ha
revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y
bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice»[6]: «es razonable
tener fe en Él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra»[7].
Un corazón sencillo
La fe es un obsequio
razonable a Dios, pero la «racionabilidad» de la fe no justifica lo que
podría calificarse como un «corazón desconfiado», «un corazón duro», que
necesita demasiados motivos para creer. Lo vemos en la actitud del Señor ante
quienes no acababan de aceptar su Resurrección a pesar de los testimonios
fiables que les llegaban. Cuenta san Marcos que el Señor “se apareció a los
Once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de
corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado"[8], es decir, no
habían dado crédito al testimonio de quienes vieron al Señor resucitado antes
que ellos. El reproche por la incredulidad y dureza de corazón de estos
discípulos es buena muestra de la importancia de un corazón abierto a la fe, y
es un contrapunto ejemplar que destaca la figura del centurión en su descomplicada
apertura a la fe.
Para creer, son de
gran importancia la humildad y la sencillez del corazón, porque es en el
corazón «donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y
nos transformen en lo más hondo»[9]. La fe
compromete a la persona entera, pues es, antes que nada, confianza en
Dios que se revela y confianza también en Aquel que ha ofrecido el testimonio
de su palabra y de su vida, y lo sigue ofreciendo por medio de su Iglesia:
Jesucristo. Esta confianza, esencial en la fe, implica no sólo la
inteligencia, sino también el corazón, «precisamente porque la fe se abre al
amor»[10].
Leemos en la Carta a los Romanos: Porque si confiesas con tu boca
«Jesús es el Señor», y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los
muertos, te salvarás. Porque con el corazón se cree para alcanzar la justicia,
y con la boca se confiesa la fe para la salvación[11].
La fe es obsequio
a Dios, porque es fiarse de Él. El afán desmesurado de seguridad, que
brota de una predisposición interior a la desconfianza, es un grave obstáculo
para la fe, que tiene un doble carácter de don. Antes que nada es don de
Dios al hombre, es gracia; después, es también respuesta del hombre a Dios, donación
de sí mismo en una apertura confiada: «Para dar la respuesta de la fe es
necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio
interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los
ojos del espíritu, y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad.
Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu
Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones»[12].
Todo es posible para
el que cree
Es una fe llena de
confianza la que hace posible los «milagros», especialmente en el apostolado.
Ya lo anotó san Josemaría en Camino,: “Omnia possibilia sunt credenti
–Todo es posible para el que cree. –Son palabras de Cristo. –¿Qué haces, que no
le dices con los apóstoles “adauge nobis fidem!" –¡auméntame la fe!?"[13].
Por este motivo, ante las dificultades,solía repetir: “–Ecce non est
abbreviata manus Domini -¡El brazo de Dios, su poder, no se ha
empequeñecido!"[14].
Y en otra ocasión, escribía: “Que eres... nadie. –Que otros han levantado y
levantan ahora maravillas de organización, de prensa, de propaganda. –¿Que
tienen todos los medios, mientras tú no tienes ninguno?... Bien: acuérdate de
Ignacio: Ignorante, entre los doctores de Alcalá. –Pobre, pobrísimo, entre los
estudiantes de París. –Perseguido, calumniado... Es el camino: ama, cree y
¡sufre!: tu Amor y tu Fe y tu Cruz son los medios infalibles para poner por
obra y para eternizar las ansias de apostolado que llevas en tu corazón"[15].
Son palabras escritas
por san Josemaría en los comienzos del Opus Dei, en medio de unas
circunstancias a veces humanamente duras, que parecían hacer imposible lo que
Dios le pedía. Sus palabras y su ejemplo pueden servirnos el peso de nuestra
debilidad se haga especialmente patente, y parezca que lo que Dios pide a cada
uno es poco menos que imposible. En esos momentos, es necesario atender a
nuestro corazón y pedir al Señor un corazón sencillo, que no exige
seguridades humanas, un corazón como el del centurión de Cafarnaún. Un corazón
que, por estar abierto a Dios, es capaz de entregarse generosamente a los demás
con la certeza que da la fe en el amor de Dios y con la seguridad que da la
esperanza.
Por: F.L. Mateo Seco |
Fuente: Opusdei.es
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