Dios ha pensado en una armonía inmensa para la existencia humana
Un violinista tiene sus problemas, sus sueños, sus miedos, sus esperanzas.
Una llamada. Toma su instrumento y sale con prisa para ir al concierto.
Los músicos se reúnen.
Han pasado días, semanas de ensayos. La partitura está desgastada. La gente,
expectante, llena la sala.
Entra el director.
Algunos gestos rituales, aplausos y silencio. Pronto dará inicio la primera
pieza.
Aquellos hombres y
mujeres están ahora unidos. La melodía guía sus movimientos. Actúan o esperan.
Miran el instrumento, o la partitura, o la dirección que marca el ritmo.
La música llena todo
el ambiente. La armonía eleva las almas. La perfección parece completa. Un
experto podrá intuir algún pequeño error, algo que sucede incluso entre gente
muy preparada.
Al final, una
apoteosis. Aplausos, hurras, vivas. Satisfacción y alegría. La orquesta ha
deleitado a cientos, quizá miles, de espectadores.
Cada uno recoge su
instrumento. Hay que volver a la vida ordinaria. En casa hay formularios que
llenar, mensajes que responder, ropa que lavar, libros que ordenar.
Atrás queda el
recuerdo de un milagro. Fue posible armonizar vidas y sentimientos tan
diferentes, guiados todos por la intuición de un compositor que supo expresar
maravillas de su corazón.
Sentimos un deseo
sincero de dar las gracias a quienes, con tanto esfuerzo, seguramente con un
gusto auténtico, han permitido que la música naciese, nuevamente, en un mundo
tan necesitado de armonía.
Porque, lo constatamos
cada día, muchos no saben, no pueden o no quieren seguir la voz y los gestos
del Gran Director, del Dios que también ha pensado en una armonía inmensa
para la existencia humana y de otros seres del planeta.
Seguramente muchos no
sabemos tocar un instrumento. Pero en la historia tenemos un lugar en la
orquesta cósmica, una tarea, una voz, un cariño que ofrecer a los demás.
Si miramos al Director
Bueno, si acogemos las indicaciones del Padre de los cielos, entraremos a
formar parte de una armonía que inicia en la tierra, que sigue en
lo eterno, y que tiene el nombre más hermoso: Amor.
Por: P.Fernando Pascual, L.C.
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