¿Por qué existo? ¿Por qué yo soy quien soy, y no otro?
Más allá de querer o no, tener presente a Dios en nuestras vidas; que
abramos o no, las puertas de nuestro corazón; que nos esforcemos o no, para que
Dios sea más o menos importante para nosotros, la verdad –aceptemos o no– es
que su huella está profundamente inscrita en nuestro interior. Negar esa
realidad es negarnos a nosotros mismos. Es negar el origen y fundamento de lo
que somos. De cómo aceptemos o vivamos esta realidad dependerá nuestra
realización personal.
Preguntémonos: ¿Por
qué existo? ¿Por qué yo soy quien soy, y no otro? No somos dueños de
nuestras vidas. No somos nosotros quien elegimos existir, y mucho menos ser
quienes somos. Decir que existimos y somos quién somos gracias a nuestros
padres y ancestros no es equivocado, pero quedarnos solamente con esa dimensión
de la realidad sería empobrecer nuestras existencias. Nuestros padres nos
conceden la existencia genética y biológica, nos educan, nos forman, etc…
además de las características, riquezas y deficiencias que podemos tener de por
sí, mucho de lo que somos depende también de lo que aprendemos a lo largo de
nuestra vida, en los distintos lugares dónde nos desenvolvemos. Pero aun así,
hay algo en nuestro interior que define quienes somos. Eso es nuestro espíritu.
Nuestro interior. Nuestra consciencia. Nuestro “corazón”. Es decir, nuestro
“mundo interior”. Es algo muy distinto en cada persona. Esa diferencia
interior, del corazón, espiritual, no lo recibimos de los padres, ni tampoco es
algo que la sociedad poco a poco va determinando. Tampoco somos nosotros quien
lo elegimos. Así nacemos. Así lo ha querido Dios. Querámoslo o no.
¿Qué tan profundo es
nuestro mundo interior? ¿Nos sentimos satisfechos con lo que el mundo puede
ofrecernos? No hablo sólo en términos negativos. Efectivamente, hay muchas
cosas valiosas como nuestro trabajo, estudios, la familia, nuestros hijos, etc…
realidades de nuestra vida que son fundamentales y realmente llenan de
felicidad nuestro mundo interior. Pero todas ellas son finitas, en algún
momento terminan. Entonces brota la pregunta: ¿Todo eso llena y satisface
plenamente nuestro interior? O acaso ¿no buscamos alguien que nos ofrezca una
felicidad sin límites? Todos buscamos siempre lo infinito.
Por lo tanto, si
sabemos que sólo Dios es esa persona infinita que puede saciar nuestra “hambre”
interior ¿por qué nos cuesta abrir el corazón a Dios? Dejar que el amor de Dios
llene de sentido nuestra vida. La respuesta no es fácil. Implica muchas
variables. Cada uno tiene sus propias razones para abrir o no el corazón a
Dios. Qué tipo de educación y formación recibimos en la familia, cuánto
influenciaron nuestras amistades o el mundo con sus falsas propuestas, la educación
que recibimos en las escuelas y universidad, las corrientes de pensamiento
vigentes de la determinada circunstancia cultural en la que vivimos.
Experiencias problemáticas o traumáticas que llevaron a que cerrásemos nuestros
corazones, no sólo a Dios, sino a los demás.
Esas experiencias
difíciles o traumáticas pueden generar problemas de índole psicológica que
distorsionan la manera como nos acercamos a la realidad. También las
experiencias de sufrimiento y dolor que podemos atravesar en la vida, pueden,
en muchos casos, llevar a renegar de Dios. Cómo si Dios fuera el culpable de
todo lo malo que sucede en la vida. Por otro lado, están los que creen que Dios
nunca los escucha, los que no saben cómo hablar o relacionarse con Él. Los que
están tan encerrados en sí mismos, que no son capaces de percibir la acción de
Dios en sus vidas. También están aquellos que sencillamente no conocen a Dios.
Por distintas razones nadie les habló de Dios, ni tampoco les ayudaron a
acercarse a Él. Finalmente, están nuestros propios pecados personales, que
objetivamente nos alejan de Dios, que nos hacen creer que ya no somos dignos de
acercarnos a Él. Nos desesperanzamos. Creemos que no hay salida para nuestra
postración. Estas son algunas razones por las que se hace difícil que Dios
entre en nuestros corazones. Cada persona tiene sus propias dificultades. Sino
superamos esas dificultades terminaremos alejándonos cada vez más de Él.
Sin embargo, Dios
nunca se cansa de salir a nuestro encuentro. Conoce nuestros corazones. Nos
conoce mucho mejor que nosotros mismos. Apuesta por nosotros. Desde el
comienzo, luego del pecado original, promete un Mesías, un Salvador, que
vendría a liberarnos del pecado, que vendría a iluminar la oscuridad en la que
vivimos. A lo largo de toda la historia del pueblo de Israel, Dios se fue
manifestando progresivamente a través de los Patriarcas, profetas, reyes… y,
finalmente, envío su propio hijo, que siendo Dios, nació de la Virgen María y
se hizo hombre. El todopoderoso se hizo pequeño como un bebe. El Eterno se hizo
finito y mortal. Se alegró, se entristeció y lloró. Asumió el peso de nuestros
pecados. Apostó tanto por nosotros, se involucró tanto, nos ama tanto, que
llegó al punto de entregar su Hijo único a que muriera en la cruz, por nuestros
pecados.
¿Qué debemos hacer? Si
percibo algo de eso en mi vida, ¿qué tengo que cambiar? El camino, más que
preguntarnos ¿qué hacer? ¿Qué cambiar? es descubrir en Dios una persona real
con quien puedo relacionarme. Puedo tener muchos y distintos problemas, pero se
trata de crecer y fomentar una relación personal. El hecho humano de la
relación personal es algo que vivimos cotidianamente. Nos relacionamos con
nuestros familiares, amigos, colegas de trabajo, etc… A partir de la relación
personal con Dios, aprenderemos a abrir nuestro corazón. Además ¿qué vamos a
perder? ¿Por qué tenerle miedo? No hay ninguna razón para temerle. Él es Dios.
Nos creó por amor. Entregó su Hijo único para morir en la Cruz por amor. ¿Qué
más podemos pedirle a Él que nos muestre cuánto nos ama? Él nos da la verdadera
felicidad. A fin de cuentas, el punto es: ¿dónde quiero poner mi corazón?
¿Dónde está mi tesoro? Pues ahí donde descubro el tesoro para mi vida es dónde
pondré mi corazón. ¿Qué quiere y necesita mi corazón? Abrir el corazón no es
fácil, pero está en juego nuestra felicidad.
Por: Pablo Augusto Perazzo | Fuente: CEC
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