Nunca, a lo largo de los siglos, ha habido ninguna otra institución natural
tan atacada como lo está siendo ahora la familia.
Familia - Pixabay
Por una obligación personal contraída, hace unos meses tuve que hablar en
público de la exhortación apostólica Amoris laetitia. No voy a trasladar
aquí el contenido de este documento de la Iglesia porque ese no es el propósito
de este artículo, pero su estudio sí que provocó en mí algunas reflexiones que
quiero compartir en voz alta.
La primera está en señalar la enorme preocupación de la Iglesia por la
familia. Nunca, a lo largo de los siglos, ha habido ninguna otra institución
natural tan atacada como lo está siendo ahora la familia, ninguna tan
zarandeada y tan herida. Creo que se puede decir, sin miedo a exagerar, que
actualmente no tenemos otro problema de mayor hondura. Y no será que andamos escasos
de problemas serios: los derivados de la política y de la economía, las
dificultades sociales de todo tipo (el suicidio demográfico, la juventud y su
futuro, la inseguridad, la soledad, el paro laboral…). Muchos y muy graves,
pero ninguno tan preocupante en estos momentos como el cúmulo de dificultades
con las que se encuentra la vida familiar. Estamos ante un problema con varias
caras, que nos afecta a todos en diversa medida, un problema que a muchos les
está suponiendo sufrimientos muy dolorosos, de los cuales una parte se
exterioriza abiertamente mientras que otra buena parte queda ahogada en el más
callado de los silencios.
Pienso ahora especialmente en los muchachos jóvenes, chicos y chicas,
llamados al matrimonio y a la fundación de familias nuevas. ¡Qué complicado lo
tienen, qué difícil! Tanto que muchos optan por no casarse porque no se ven a
sí mismos como artífices de sus propias familias. Y no porque la convivencia no
les resulte deseosa, que es tan apetecible como siempre, pero establecerla a
través del matrimonio, no. Y menos aún si hay que pensar en fundar una familia.
¿Este modo de proceder es egoísmo?, ¿este rechazo al compromiso es culpable? Si
lo fuera, ¿los culpables son ellos? Solo Dios sabe. A mí lo que sí me produce
es una pena grande porque veo que no sueñan con ser esposos y esposas, padres y
madres. Me da pena por ellos porque los sueños son un trampolín imprescindible
para llevar la vida adelante con ánimo, y me da pena por la asfixia social que
supone la falta de familias nuevas. Me da pena porque escaseando los niños y
los jóvenes, escasea mucha vida. Algo falla cuando resulta más atrayente un
currículo cargado de títulos que un hogar cargado de hijos. Algo muy serio debe
estar fallando cuando hemos subordinado el proyecto de familia al proyecto de
trabajo, en lugar de hacerlo al revés. Mucho estamos fallando cuando hemos
asumido como normal la falta de fecundidad, poniendo el tope al número de hijos
en dos, en uno o en ninguno. Algo falla cuando a los jóvenes, a sus padres y a sus
maestros les parecen más importantes los proyectos de los hombres que los
proyectos de Dios, sin caer en la cuenta, unos y otros, de que cada familia es
un proyecto de Dios para sus miembros.
Si del celo que ponemos en su formación académica y profesional, pusiéramos
una décima parte en su formación como futuros padres y madres, a algunos nos
parecería un éxito. Al decir esto no estoy arremetiendo contra la formación,
entre otros motivos porque he dedicado la totalidad de mi vida laboral a formar
académicamente a centenares de muchachos, haciendo cuanto he podido para
ayudarles a que llegaran tan alto como les fuera posible. Pero los hechos son
tozudos, y es claro que en nuestra sociedad actual necesitamos muchos más
esposos y esposas que técnicos y graduados, de la misma manera que nos hacen
más falta niños que mascotas. Con un añadido, y es que los graduados, una vez
graduados ya no se desgradúan. Nadie en sus cabales rompe un título
universitario y tira los trozos a la papelera, aunque el título no lo pueda
ejercer, mientras que son muchos los que hacen trizas su matrimonio.
Redondeando las estadísticas de los últimos años, en España el número de
divorcios por año dobla el de matrimonios contraídos.
Nadie dilata voluntariamente durante años y años la consecución de un
título o de unas oposiciones y en cambio nuestros jóvenes, en general no se
casan; bien porque rehúsan el matrimonio, bien porque los que se casan, cuando
lo hacen, ya no son jóvenes. ¿Son culpables de todo esto? Pienso que algo de
culpa sí les tocará, pero yo me resisto a cargar sobre ellos la responsabilidad
de que no sueñen o que tengan sueños de bajos vuelos porque la responsabilidad
de los sueños no recae por entero en quien tiene que soñar. Los grandes
responsables de los sueños de los niños y de los jóvenes somos los adultos.
Padres, sacerdotes, maestros, catequistas, y en general formadores de opinión,
somos a quienes nos corresponde animar, promover, alentar, ilusionar, abrir
caminos.
Y esto no lo estamos haciendo, al menos no lo estamos haciendo en la medida
que socialmente necesitamos. No me refiero a la sociedad en general, porque la
sociedad en general no es conductora sino conducida. No lo están haciendo los
gobernantes, a los cuales les corresponde una carga mayor de culpa, porque han
recibido el encargo de trabajar por el bien común y el bien común pasa,
necesariamente, por la promoción y el bienestar de la familia. Pero aún es más
grave y mucho más doloroso que no lo estemos haciendo muchos cristianos, los
que sí creemos en la familia y decimos defenderla. No la estamos defendiendo ni
promocionando porque en buena parte hemos asumido los mismos planteamientos de
quienes con sus ideas o su conducta están contribuyendo a su deterioro. Fuera
de una minoría ejemplar y coherente, la gran mayoría de los bautizados, con
culpa o sin culpa (eso Dios lo sabe) participamos de un estilo de vida y unas
costumbres que son abiertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia sobre la
familia. He aquí algunos ejemplos:
– Aceptación de la convivencia entre personas del mismo sexo igualándolo
con el matrimonio.
– No es difícil comprobar que la mayor parte de las parejas de novios que
piden el matrimonio católico llevan años de cohabitación prematrimonial.
– La media en el número de hijos de los matrimonios cristianos no difiere
sustancialmente de la media en otras formas de convivencia entre hombre y
mujer.
– No hay grandes diferencias en los datos sobre rupturas de matrimonios
contraídos por la Iglesia y el resto.
– Rechazo de la maternidad y de la ancianidad. Tanto el cuidado de los
hijos como el de los ancianos se imponen sobre todo como cargas difíciles de
asumir y de las que hay que desprenderse cuanto antes.
Estos males son solo una muestra de un repertorio mucho más extenso con los
que las familias se enfrentan, pero yo no quiero dedicarles una sola línea más.
Lo que corresponde ahora es ver qué podemos hacer nosotros, los hombres y
mujeres de a pie, los que no tenemos grandes responsabilidades en este campo.
Pienso en tres cosas:
1) Lo primero y más importante es rezar. Rezar mucho no tanto por la
familia en general -que también- cuanto por las familias concretas que
conocemos, por los matrimonios en riesgo de ruptura y por los hogares en
dificultades.
2) En segundo lugar, viene bien llamar a las cosas por su nombre. Una
separación o un divorcio no son opciones de vida sino fracasos. En muchos casos
no serán fracasos culpables, pero son fracasos. Al decir esto no se me olvidan
las víctimas de estos fracasos y su sufrimiento, víctimas inocentes, especialmente
los hijos, pero también la persona que se ha visto burlada y engañada por quien
le había prometido compañía, amor y fidelidad. Precisamente el hecho de que
haya víctimas que sufren es lo que demuestra que el divorcio o la ruptura no
son opciones a las que aspirar sino desgarros dolorosos. Llamar a las cosas por
su nombre exige no frivolizar con algo tan serio como el matrimonio. Y es que
desde hace ya décadas hemos frivolizado mucho con el divorcio, y lo seguimos
haciendo. En muchos casos parece como si el hecho de divorciarse no fuera sino
un signo de puesta al día, de estar a la última. Estoy convencido de que si por
causas que ahora no se me alcanzan, de repente se pusiera de moda el matrimonio
indisoluble y fiel, el número de divorcios descendería de forma significativa
sin más motivo que estar en la corriente dominante.
3) En tercer lugar debemos actuar. Me refiero a los matrimonios que nos
mantenemos unidos pese a los baches que podamos coger y las dificultades que
haya que superar. Quienes no podemos influir directamente en las leyes ni
disponemos de medios para generar corrientes de opinión puede parecer que no
podemos hacer nada. Pero eso no es cierto. Tenemos una gran responsabilidad,
especialmente los matrimonios cristianos, en mostrar la belleza del matrimonio
y de la familia. No se trata de llevar adelante tareas especiales ni grandes
trabajos, sino en no apagar la luz que nos ha sido dada. Luego, si hay
matrimonios concretos a los que se piden otras responsabilidades, que
respondan, pero en principio, todo matrimonio normal está llamado a ser luz
para los que les rodean. A mí me parece que esto suele pasar desapercibido y
por eso creo que viene bien recordarlo. Me vienen a la memoria unos versos de
Antonio Machado:
El ojo que tú ves no es
ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
Para hablar con rigor, habría que hacer alguna objeción importante a los
versos de nuestro poeta, pero para el propósito que aquí se sigue, podemos
parafrasearle y decir que la luz que un buen matrimonio desprende no es luz
porque lo vean quienes la irradian, sino porque lo ven los demás. Ojalá haya
muchos y ojalá sepamos ayudar a verlo, sobre todo a los jóvenes.
Por: Estanislao Martín Rincón
Para leer el
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