Reflexiones Pascua
Las raíces de nuestro ser y de nuestro actuar están en el silencio sabio y
providente de Dios.
Por: SS
Benedicto XVI
En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió con potencia sobre
los apóstoles; de este modo comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús
mismo había preparado a los once para esta misión al aparecérseles en varias
ocasiones después de la resurrección (Cf. Hechos 1, 3). Antes de la ascensión
al Cielo, «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la
Promesa del Padre» (Cf. Hechos 1, 4-5); es decir, les pidió que se quedaran
juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se
reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de este acontecimiento
prometido (Cf. Hechos 1, 14).
Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para
acoger el don del Espíritu Santo; el presupuesto de su concordia fue la oración
prolongada. De este modo se nos ofrece una formidable lección para cada
comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende
principalmente de una programación atenta y de su sucesiva aplicación
inteligente a través de un compromiso concreto. Ciertamente el Señor pide
nuestra colaboración, pero antes de cualquier otra repuesta se necesita su
iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las
raíces de nuestro ser y de nuestro actuar están en el silencio sabio y
providente de Dios.
(...)
El Espíritu Santo, hace que los corazones sean capaces de comprender las
lenguas de todos
El Pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración,
se amplia hoy hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A
diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel, cuando los hombres que
querían construir con sus manos un camino hacia el cielo habían acabado
destruyendo su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en el
Pentecostés del Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia
une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre
siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de
violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, hace que los corazones sean capaces
de comprender las lenguas de todos, pues restablece el puente de la auténtica
comunicación entre la Tierra y el Cielo. El Espíritu Santo es el Amor.
...no les dejará huérfanos
Pero, ¿cómo es posible entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo se puede
comprender el secreto del Amor? El pasaje evangélico nos lleva hoy al Cenáculo,
donde, terminada la última Cena, una experiencia de desconcierto entristece a
los apóstoles.
El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes:
habla del odio del mundo hacia Él y hacia los suyos, habla de una misteriosa
partida suya y queda todavía mucho por decir, pero por el momento los apóstoles
no son capaces de cargar con el peso (Cf. Juan 16, 12). Para consolarles les
explica el significado de su partida: se irá, pero volverá, mientras tanto no
les abandonará, no les dejará huérfanos. Enviará el Consolador, el
Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les permita conocer que la obra de
Cristo es obra de amor: amor de Él que se ha entregado, amor del
Padre que le ha dado.
Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo
ilumina el espíritu humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado,
indica el camino para hacerse más semejantes a Él, es decir, ser «expresión e
instrumento del amor que proviene de Él» («Deus caritas est», 33). Reunida
junto a María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora:
«Veni Sancte Spiritus!» - «¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus
fieles y enciende en ellos fel fuego de tu amor!». Amén.
Para leer el
Evangelio de hoy, comentado, por favor pulse aquí
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