Antes de nada, tengamos unas oraciones por las Víctimas del Terrorismo y
por sus familiares, gracias.
Somos
invitados a mirar fijamente la Cruz del Señor, y a adorarlo no como signo de
tortura o derrota, sino como el camino de reconciliación con Dios.
Seguimos
en nuestro camino de Cuaresma y aunque todavía nos faltan dos semanas
para el Viernes Santo, meditemos este viernes un poco sobre este día. De todos
los días del año, el Viernes Santo destaca por su densidad espiritual,
profundidad y silencio. Definitivamente, no es un día como cualquiera. No lo es
debido a lo que se celebra y recuerda. Es el día en que recordamos y celebramos
la Pasión y Muerte del Señor Jesús. La muerte de Dios hecho hombre por
nosotros. Aparece con fuerza el símbolo que nos identifica como cristianos: la
Cruz.
Pero no se
trata de acordarnos de la Cruz sólo ese día, ya que ésta es una realidad que forma
parte de la vida de la Iglesia y de nosotros, sus hijos.
Volviendo a
la celebración del Viernes Santo, la Iglesia lo vive con una liturgia simbólica
y llena de significado: el oficio de la Pasión donde se realiza la adoración de
la Cruz; el Vía Crucis, donde acompañamos y meditamos en todo el camino que
Jesús hizo hasta morir en el Calvario; distintas procesiones como la Dolorosa o
de la Cruz.
En el Oficio
de la Pasión, al descubrir el Crucifijo que será adorado con cantos y
oraciones, el sacerdote repite una hermosa antífona: “Mirad el árbol de la
Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.
En esas
palabras somos invitados a mirar fijamente la Cruz del Señor, y a adorarlo no
como signo de tortura o derrota, sino como el camino de reconciliación con
Dios, de manifestación del amor hasta el extremo. La Cruz no es un palo clavado
al piso únicamente, más bien, es el árbol que da fruto, verdadero fruto de
santidad para toda la humanidad, para los creyentes y los que aún no lo son.
Nos recuerda al árbol que aparece en el Génesis, del que tanto Eva como Adán
tomaron de su fruto y pecaron. El árbol en donde está clavado Jesús, hecho por
mano humana, se convierte en instrumento de reconciliación divina, en madero de
salvación.
Encontramos
en aquel hermoso himno, algunos ecos bíblicos muy profundos. Por ejemplo, el
profeta Isaías se refiere al Siervo Sufriente, quien "fue traspasado por
nuestras rebeliones”, mientras que el evangelista Juan recuerda la profecía de
Zacarías: “Mirarán al que traspasaron”. Como decía el Papa Benedicto XVI,
estamos en un tiempo propicio “para aprender a permanecer con María y Juan, el
discípulo predilecto, junto a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su
vida para toda la humanidad”. Por tanto, tanto la Cuaresma como la Semana Santa
es un momento importante para contemplar, acercarnos y unirnos a la Cruz y
gloriosa Resurrección del Señor.
EN LA CRUZ
SE MANIFIESTA EL AMOR DE DIOS
El Señor
Jesús, crucificado en la Cruz, es la muestra de amor más grande que Dios ha
podido tener con nosotros. Él vive plenamente lo que enseñó a sus discípulos:
"Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". Como
nos dice nuestro Fundador: "el Gólgota es el centro de la Caridad, el
lugar en que el Señor Jesús nos ama hasta el extremo y cumple con manifestarse
como amigo, explicitando también una invalorable filiación y un camino de
ternura hacia la Madre que constituyen medios maravillosos para vivir el
proceso de amorización y ser transformados en amor hasta alcanzar la plena
participación en la Comunión de Amor tras el día final del terrestre
peregrinar”[4].
La cruz ya
no es signo de tortura o de resignación, sino que teniendo a Cristo clavado en
ella, se ha transformado en signo de reconciliación, de amor, de perdón. Al
mirar y rezar a la cruz, tenemos la oportunidad de contemplar palpablemente el
sacrificio del Señor por nosotros, y así, vivir según la nueva realidad que nos
trajo: estar reconciliados con Dios.
El amor de
Dios también se manifiesta en las palabras de Jesús a San Juan: "He ahí tu
Madre”. Con ese acto de piedad filial del Señor, todos somos invitados a tener
a María como Madre nuestra, que requiere de nosotros vivir intensamente el
camino del amor filial a Ella. Desde la Cruz, desde el altar del Gólgota, Jesús
da otro signo de su amor al hacer patente que su Madre es verdadera Madre de
todos nosotros.
NO HAY
CRISTIANISMO SIN CRUZ
La
meditación en torno a la Cruz, además de hacernos pensar en el amor de Jesús,
en el valor de la reconciliación y en el amor filial a María, entre muchos
otros temas, nos lleva a comprometernos más en nuestra vida cristiana.
Muchas veces
hemos escuchado la frase "No hay cristianismo sin cruz", y tal vez no
hemos aún reflexionado lo suficiente, ya que siempre se puede ahondar más en el
misterio del Señor y en el de nuestras propias vidas.
Al morir el
Señor Jesús en la Cruz, nos dejó un camino espiritual a recorrer, no porque
busquemos el dolor o el sufrimiento como si fuera un fin en sí mismo, sino
porque Él siendo hombre plenamente –menos en el pecado-, sabía de las
tentaciones, pecados personales y traiciones que los hombres cometen y sufren.
Pero, sobre todo, Cristo conoce la intención de nuestros corazones, nuestro
deseo de ser fieles, de ser santos y amar plenamente. Ante este dilema, San
Pablo clamaba: "Aunque quiera hacer el bien, es el mal el que se me
presenta"[6], pero termina su reflexión, tan existencial, reconociendo que
en Jesús todo se resuelve: "¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
Señor!".
La cruz es
parte de la vida de los cristianos, no como expresión de la desgracia, sino
como un misterioso y paradójico camino de reconciliación. La dinámica del morir
para vivir; del despojarse del hombre viejo que hay en mí y revestirme de
Cristo; de la mayor alegría en el dar que en el recibir; el valor redentor del
dolor humano, que puede ser ofrecido por los demás; el perdón de las ofensas;
el amor a los enemigos son algunas de muchas expresiones de la dinámica de la
cruciforme –con forma de cruz- de nuestra existencia terrena.
Así, el
mirar a la Cruz nos debe recordar que “la vida es una eterna milicia”, y que
tenemos un combate espiritual que no podemos descuidar o abandonar, por más que
a veces podamos sentirnos cansados o agobiados por no avanzar como quisiéramos.
El sendero de la cruz, el saber cargarla y morir en ella, es una enseñanza que
incumbe a todos nosotros.
Al mirar el
árbol de la Cruz, el madero en el que fue clavado Jesús, ya no vemos la muerte,
ya no vemos una estaca inerte, sino que vemos y celebramos la gran victoria de
Dios sobre la muerte y el pecado, victoria que ocurrió hace dos mil años, que
ocurre cada día en la Eucaristía, y que también se da cuando nos esforzamos por
responder a la gracia amorosa de Dios.
Por: Camino
hacia Dios | Fuente: Movimiento de Vida Cristiana
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