La sonrisa
de María ha vuelto a su rostro, una sonrisa que jamás se volvería a ir. Es la
sonrisa de la Alegría Pascual.
El Shabbat
había quedado atrás…
María
finalmente fue presa del sueño. La noche anterior le había sido imposible
dormir. Su corazón oprimido por el dolor y su mente confundida por pensamientos
venidos de todas direcciones le habían impedido alcanzar el mínimo de serenidad
necesario para conciliar el sueño.
Pero a la
noche siguiente el agotamiento la venció. Cayó rendida en el cómodo diván que
el bondadoso Nicodemo le había ofrecido al acogerla en su casa después de la
apresurada sepultura del cuerpo de Jesús.
Dormía
plácidamente, recostada sobre su costado izquierdo. Sería la tercera vigilia de
la noche cuando Jesús se hizo presente en aquella espaciosa habitación sin
hacer el menor ruido. El Señor se acercó al diván y se arrodilló ante María en
profunda contemplación. Así pasó varios minutos. No solo las madres observan
extasiadas a sus bebés; también los hijos agradecidos disfrutan velando el
sueño apacible de sus padres. Era Dios admirando a la más excelsa y pura de sus
creaturas; era el Hijo contemplando a la más tierna y generosa de las Madres.
El rostro de
María aparecía lívido, como descolorido por tantas lágrimas que habían corrido
por él y, sin embargo, no perdía su belleza virginal.
Jesús se
acercó y depositó un beso en su sien derecha al mismo tiempo que acarició
reverentemente la cabeza de su madre con su mano gloriosa. Y le susurró:
“Madre, aquí estoy”.
¿Podía
haberlo hecho de otra manera?
Este fue el momento
de la Resurrección de María. Una claridad enrojeció la cortina de sus párpados
aún cerrados, hasta que comenzó a abrirlos y vio el rostro radiante y sonriente
de su hijo. Era una claridad que no hería. No se sobresaltó; acaso pensara que
todo era un sueño, pero muy pronto se percató de que no lo era y se incorporó
de golpe, quedando sentada en el diván con los ojos bien abiertos. Jesús seguía
de rodillas, con la más hermosa de las sonrisas dibujada en su rostro sereno y
luminoso.
“Madre, Yo
Soy” (Ex 3,
14; Jn 8, 28), le dijo Jesús, tomándola de las manos. El rostro de María
resucitó y recobró su color rosáceo como por arte de magia. Instintivamente
María liberó sus manos de las de Jesús para llevarlas al rostro de su hijo y lo
acarició. Hasta ese momento la emoción le había robado las palabras. Sólo pudo
decir: “mi niño”. Las lágrimas desbordaron los diques de sus párpados y
comenzaron a deslizarse por su rostro; eran lágrimas de un sabor muy distinto a
todas las que había derramado el día anterior.
Finalmente
María rompió el éxtasis: “¿Pero, cómo…?” Jesús se limitó a
responderle: “Madre, para esto he venido, para hacer nuevas todas las
cosas. He triunfado para siempre sobre la muerte y sobre el pecado. Todo
empieza de nuevo...”
Ella no
necesitaba explicaciones lógicas o teológicas. Le era suficiente ver a su hijo
vivo nuevamente. Fiel a su misión de intercesora, comenzó a hablarle de la
tristeza de Pedro, del abatimiento de María Magdalena, del fin de Judas… de
cómo se encontraban todos los demás. “No te preocupes –le dijo Jesús,
iré a buscarlos a cada uno de ellos, ahí donde se encuentren. Y Judas… ten fe,
está bien...”
Rayaba el
alba y Jesús le dijo que debía irse a buscar a sus amigos, pero se volverían a
ver más tarde. Los dos se fundieron en un abrazo que duró varios segundos;
María recostó su cabeza sobre el hombro de su hijo y Él la acarició nuevamente
con nobleza y ternura. Jesús se fue separando poco a poco, tomó el rostro de
María con sus manos y la besó en la frente. María tomó las manos de su hijo y
por primera vez vio las huellas de su pasión; reverentemente las besó como hace
toda madre con las manos de su hijo sacerdote. Jesús se puso de pie, se apartó
un poco, y con una sonrisa pícara, sin moverse, fue desapareciendo lentamente
de su vista, ante la sorpresa de María. Ella entonces cayó de rodillas y
comenzó a orar como solía: “Magnificat Anima mea Dominum…”
La sonrisa
había vuelto a su rostro, una sonrisa que jamás se volvería a ir. Era la
sonrisa de la Alegría Pascual.
Sí, el Shabbat
había visto su ocaso, y esta vez para siempre. Había cedido su lugar al Dies
Domini*…
Por: Sergio Rosiles, LC
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