"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 17 de septiembre de 2011

María es una peregrina en la fe

Cuando uno hace un viaje le gusta tener una idea clara de todo el itinerario. A nadie le gusta aventurarse para ver que sale.

Un viajero del tiempo de Jesús que visitaba las pirámides no las encontraba en mejores condiciones que lo hace un turista moderno, pues las pirámides fueron las reliquias de dinastías 3.000 años anteriores a Cristo. No es muy probable que María y José ni siquiera las hayan visto, pues seguramente huyeron a Alejandría donde ya había una gran comunidad judía desde hacía años.

Parece ser que Dios Padre no quería que María echara raíces en ninguna parte. Le hubiera haber gustado dar a luz en Nazaret donde estaba su familia y la de José, pero la Providencia quería que fuese en Belén. Parece ser que consiguieron una casa en Belén porque los Magos “entraron en la casa.” Además Herodes iba a mandar matar a todos los niños de 2 años para abajo, lo que nos da a entender que ya habían pasado 1 o 2 años en Belén. Pronto tendrían que trasladarse a otro sitio. María es una peregrina en la fe al estilo de Abraham que iba a donde Dios le iba indicando.

Cuando uno hace un viaje le gusta tener una idea clara de todo el itinerario. A nadie le gusta aventurarse para ver “que sale.” María se convierte de repente en una refugiada en tierra extranjera. Dijimos antes que ella se identificaba totalmente con su pueblo, el pueblo de Dios. El tener que ir a Egipto tenía su elemento de humillación porque era precisamente del Egipto que Dios había librado a su pueblo.

La Virgen de Nazaret llevaba una espada clavada en su corazón: el recuerdo de la matanza de los bebés de sus amigas en Belén. Como en todos los pueblos pequeños todo el mundo se conoce y especialmente las mamás más jóvenes. Conocía muy bien a todos los recién nacidos. María llevaba en su mente las imágenes de unos 20 ó 30 niños pasados a cuchillo por los soldados herodianos.

El sentir que uno es responsable del sufrimiento ajeno es un dolor muy grande. Pensemos en un chofer de camión que causa un accidente y mata a muchas personas. María de alguna manera se siente la causa de la muerte de los bebés de sus amigas porque murieron por razón de la envidia del rey hacia su Hijo. Su sufrimiento moral seguramente fue inmenso y le quitó muchas noches de sueño. De nuevo ella se refugiaba en la bondad de Dios que no deja de hacerse solidario con el hombre.
Autor: P Fintan Kelly.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Las espinas dan rosas

La vida es un rosal que produce espinas y rosas. Debo cuidarme de no clavarme las espinas, pero no siempre lo conseguiré.

El hábito de mirar el mejor lado de las cosas es una clave para ser feliz. Claro que hay sombras, pero también hay sol. Claro que hay problemas en la vida, pero también hay soluciones.

Todas las cosas tienen el lado bueno y el lado menos bueno. Algunos se empeñan en ver sólo el lado malo, y se amargan la existencia. Otros, en cambio, buscan en todas las cosas el lado bueno, y son felices. “Los tallos de rosa tienen espinas”, dicen los pesimistas. Pero los optimistas responden: "Las espinas producen rosas”.

La vida es un rosal que produce espinas y rosas. Debo cuidarme de no clavarme las espinas, pero no siempre lo conseguiré. Algunas espinas se me clavarán en el alma. Pero eso no me impedirá disfrutar de las maravillosas rosas que produce el rosal.

Una vez que perdemos el ánimo, perdemos un cierto número de días de nuestra vida. El que nos desanima, nos hace un daño total, y, si somos nosotros mismos, nos convertimos en nuestros peores enemigos.

Todo se puede remediar, mientras dura la vida. El ser más animoso de todos es Dios, que logra continuamente cambios de pecadores empedernidos en santos de altar. Él sabe que se puede; que hoy pueden estar las cosas negras, pero mañana pueden amanecer blancas. ¡Qué fácilmente nos damos por vencidos! Cada día más. El colmo del desaliento es la desesperación total, el darse un tiro en la sien, colgarse de una cuerda. Suicidarse, de la forma que sea, significa que no queda ni rastro de esperanza.

No todos llegan al suicidio, pero se pueden acercar peligrosamente. Y los problemas, ¿qué? Los problemas están ahí, pero yo estoy aquí, y no me dejo apabullar, porque sé que cada problema tiene por lo menos una solución. Sé que la actitud frente a un problema, la forma de reaccionar frente al mismo es mil veces más importante que el problema mismo. Hasta se podría decir: ¡Felicidades, tienes un problema!

Si puedo amar a Dios y a mis hermanos; si puedo realizar grandes cosas para mejorar el mundo; si puedo hacer felices a los demás y a mí mismo vale la pena vivir, aunque me clave alguna espina de dolor en el trayecto. Mas aún, las espinas pueden convertirse en rosas: Los sufrimientos de la vida, llevados por amor, se convierten en las rosas más bellas.
Autor: P. Mariano de Blas LC.

jueves, 15 de septiembre de 2011

María, la Virgen dolorosa

Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!
El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.


El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!


Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.
Autor: P. Marcelino de Andrés.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Hágase Tu Voluntad en la tierra, como en el cielo

¿Cuántas veces al día nos miramos a nosotros mismos desde los ojos de Dios?.

¿Cuántas veces hemos rezado “hágase Tu Voluntad, así en la tierra, como en el Cielo”?. ¿Y hemos realmente entendido el profundo sentido de esta oración hecha por Jesús, Dios hecho Hombre, a Su Padre?.

Quizás hemos escuchado alguna vez que el crecimiento espiritual verdadero pasa por borrar nuestro ego, llegar a la muerte de nuestro yo, vencer a nuestra propia voluntad, reemplazándola por nuestra total entrega a la Voluntad de Dios. Ser instrumentos de Dios en la tierra implica vencer a nuestro propio interés, haciendo que nuestros pensamientos y nuestras acciones estén totalmente inspiradas por la Voluntad Divina, por el deseo de obrar en beneficio del interés de Dios, ya no el nuestro. Sin dudas que esto implica dejar atrás todos los apegos que tenemos al mundo, ya que por allí pasa toda la manifestación de nuestro interés personal.

Cuando uno llega a entender que sólo Dios cuenta, entiende que ni siquiera los afectos más profundos por nuestros seres queridos, pueden ser interpuestos a la realización de la Voluntad de Dios. ¿Por qué?. Porque solo Dios Es, solo Dios cuenta. Todo lo demás debe ser puesto a Su entera disposición, a Su Voluntad, uniendo nuestro querer al querer de Dios, haciendo que nuestro interés personal sea reemplazado por el interés de Dios.

¿Cuántas veces al día nos miramos a nosotros mismos desde los ojos de Dios?. ¿Entendemos que somos hijos, de entera Realeza, del mismo Dios?. Si actuamos haciendo honor a nuestro origen Real, somos verdaderos instrumentos de nuestro Creador, somos una manifestación de Él en la tierra.

Por eso, cuando recemos “hágase Tu Voluntad, así en la tierra como en el Cielo” entendamos que estamos invitando a nuestro propio interés a desvanecerse, para poder nadar a pleno en el Divino Querer del mismo Dios, para compartir con Él Su Realeza, para ser parte de Su Reino, al unirnos plenamente a Su Voluntad, así en la tierra como en el Cielo.
Autor: Oscar Schmidt.

martes, 13 de septiembre de 2011

Jesús no sabe matemáticas

Para Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más!
Detenido en 1975 por su condición de obispo y encarcelado durante 13 años en las cárceles del Vietcong, nueve de ellos en completo aislamiento, en el año 2000 Juan Pablo II encarga a monseñor Van Thuan impartir los ejercicios espirituales de Cuaresma ante la curia vaticana.

Al comienzo de los mismos, monseñor Van Thuan relata cómo a pesar de las duras condiciones de su prisión, su esperanza inquebrantable en Jesús despierta la admiración e incomprensión de sus compañeros de prisión y guardianes. He aquí el admirable testimonio que dio sobre su seguimiento a Jesús.



Si Jesús hubiera hecho un examen de matemáticas, quizá lo hubieran suspendido. Lo demuestra la parábola de la oveja perdida. Un pastor tenía cien ovejas. Una de ellas se descarría, y él, inmediatamente, va a buscarla dejando las otras noventa y nueve en el redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura sobre sus hombros (cf. Lc 15, 47).

Para Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más! ¿Quién aceptaría esto? Pero su misericordia se extiende de generación en generación...

Cuando se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar por ningún riesgo, por ningún esfuerzo. ¡Contemplemos sus acciones llenas de compasión cuando se sienta junto al pozo de Jacob y dialoga con la samaritana, o bien cuando quiere detenerse en casa de Zaqueo! ¡Qué sencillez sin cálculo, qué amor por los pecadores!
Autor: Monseñor Francois-Xavier Nguyen van Thuan

lunes, 12 de septiembre de 2011

De verdad, ¿no tengo tiempo?

Si abrimos el corazón, sí hay tiempo, mucho tiempo, para ayudar, para acompañar, para servir, para amar.

Un niño invita a su padre o a su madre a jugar un rato. ¿Respuesta? “No tengo tiempo”. Luego el padre o la madre dedican más de dos horas al chat.

Un joven llama por teléfono a su amigo. Quiere desahogarse, ser escuchado. Después de 5 minutos, del otro lado escucha: “Mira, ahora estoy muy ocupado y no tengo tiempo para seguir. Si quieres, otro día hablamos”. Luego, el amigo “muy ocupado”, se sienta en un sofá para matar la tarde con un videojuego.

La esposa le pide al esposo salir de compras. Él le dice que no tiene tiempo. Luego, le llaman sus amigos para ir a jugar golf. Y va.

Las situaciones son muchas. Los motivos para decir “no tengo tiempo” cambian de persona a persona. Unos, realmente válidos, indican que tenemos urgencias inderogables: si hay un familiar enfermo tenemos que ir al hospital y por eso decimos “no tengo tiempo” a quien nos pida algo en este momento. Otros, menos válidos (a veces fútiles) simplemente nacen de nuestras preferencias, gustos, planes personales.

Si preferimos un rato de televisión en vez de escuchar a un anciano que quiere ser atendido, no digamos “no tengo tiempo”. Seamos sinceros, y digamos, al otro y a nosotros mismos, que preferimos descansar en vez de ese gesto hermoso pero a veces difícil de ofrecer oídos, corazón y tiempo a quien nos lo pide.

Sólo cuando seamos sinceros y determinemos con claridad dónde se nos escapa el tiempo, qué gustos nos atan a banalidades o a cosas serias pero no imprescindibles, cómo perdemos momentos preciosos de la propia vida en asuntos que satisfacen provisionalmente pero luego nos dejan descontentos y vacíos, podremos tener el valor de reorientar nuestras preferencias.

Si, además, abrimos el corazón a las luces de Dios, si dejamos purificar el alma de avaricias y perezas que nos atan al mundo y a la carne, descubriremos que sí hay tiempo, mucho tiempo, para ayudar, para acompañar, para servir, para amar, sobre todo a quienes viven a nuestro lado.
Autor: P. Fernando Pascual LC.

domingo, 11 de septiembre de 2011

TORRES GEMELAS DECIMO ANIVERSARIO.

Este blog quiere rendir el más sentido homenaje a las víctimas del fatídico atentado, contra las torres gemelas.

Encomendemos a Víctimas y Familiares

Perdonar no es olvidar, es recordar en paz

Y es que el rencor mata, corroe, esclaviza, asfixia. No hay nada mejor en el mundo que perdonar.
Quizás hayan observado que, con inusitada frecuencia, a la hora de escribir estos artículos, el Señor me pide hacerlo sobre el tema del perdón y la reconciliación. Y yo feliz.
Y es que el rencor mata, corroe, esclaviza, asfixia. No hay nada mejor en el mundo que perdonar. Lo repito, nada hay mejor que perdonar. Y si no, hagan la prueba. No se lleven que yo lo dije, no. Hagan la prueba.
¡Haz la prueba! Decídete y perdona al que te ofendió o te causó algún daño. Si crees que el otro piensa que fuiste tú quien tuvo la culpa, pues igual, simple y llanamente pídele perdón, y asunto arreglado. Total, lo importante es lograr la paz, la convivencia, el poder saludar y sonreír y conversar con quien hasta hace poco le volteabas la cara, o le gruñías, o le deseabas el mal, o lo ignorabas, y arriba de eso afirmabas que no, que tú no habías dejado de quererlo, pero que no querías tener nada que ver con esa persona.

El problema es ese. Que lo que dice el Señor es muy distinto. "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Difícilmente tu propia persona te sea indiferente.
A los que tengan algún tipo de rencilla, les ruego encarecidamente dediquen unos minutos y presten atención a lo que les voy a contar. Léanlo también los que como yo estamos en paz con el mundo, para la gloria de Dios, que les será útil para llevar este mensaje a los peleones.
Jesús relata la historia de aquel rey que perdona una gran deuda a uno de sus servidores, y al salir del palacio, éste se encuentra a un compañero que le debía unos centavos, y lo hace meter preso hasta que le pague. Al enterarse el rey, le recriminó su injusticia enviándolo a la cárcel. Concluye Jesús diciendo que “lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.
Entonces, te pregunto: De todas esas barbaridades que has cometido en tu vida, ¿recuerdas tan sólo una que Dios no te haya perdonado? ¿No? Y entonces, ¿quién eres tú para negarle tu perdón a alguien que mucho o poco te haya molestado, ofendido, irritado, perjudicado o llámese como sea lo que te haya hecho esa otra persona, y mucho peor si es un hermano?
No, mi querido amigo, no vale la pena vivir así. No hay tranquilidad. A mi me pasaba igual. Recuerdo una situación por la que viví, y a sabiendas de que a esa persona me la encontraba los domingos en misa, tenía la respuesta lista por si acaso se atrevía a saludarme: “¡Vade retro Satanás! ¡Retírate Satanás!” ¡Y eso se lo pensaba decir en plena iglesia!
Hoy, sin embargo, vivo tranquilo. A esa persona--¡y a tantas otras!--no tan sólo la perdoné, sino que le pedí perdón, porque estando ya en los caminos del Señor, me cuestioné seriamente si no habría sido yo quien la había ofendido. ¡Que bien se siente uno! Quise visitarla, y darle un abrazo, pero no quiso. Que pena. Siempre está presente en mis oraciones.
El perdón no borra lo sucedido. Lo hecho, hecho queda, y a menos que caigamos en Alzheimer, difícil es olvidar nuestra historia de vida. Pero qué distinto es recordar esos incidentes en paz. Ahí radica la gran diferencia. Perdonar no es olvidar, es recordar en paz.
Bendiciones y paz.
Autor: Juan Rafael Pacheco.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Desafíos de una economía en quiebra


Desafíos de una economía en quiebra
Criterios católicos para la vida económica, aplicables a la situación actual de muchos países. Reflexión en el Día del Trabajo USA. 5 sept. 2011 


Cada año los americanos celebramos el Día del Trabajo como fiesta nacional para honrar a trabajadores. Este año, sin embargo, es menos una época para la celebración y más una época para la reflexión y la acción dentro del impacto económico actual y las dificultades que experimentan los trabajadores y sus familias. Para los católicos es también una oportunidad para recordar la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores. Este Día del Trabajo, la situación económica es severa y los costes humanos son reales: millones de nuestras hermanas y hermanos están sin trabajo, criando a los niños en la pobreza y temerosos por su seguridad económica. No son sólo los problemas económicos, sino también las tragedias humanas, los desafíos morales y las pruebas a nuestra fe. 

Al acercarnos al Día del Trabajo 2011, sobre el nueve por ciento de los americanos están buscando trabajo y no pueden encontrarlo. Otros temen que podrían perderlo. La tasa de desempleo es más alta entre los trabajadores afroamericanos y los hispanos. Los salarios no son suficientes para cubrir los gastos de muchos trabajadores. Es incontable el número de familias que han perdido sus hogares, y otras deben más de su casa que lo que ésta vale. Los trabajadores sindicalizados son parte de un movimiento obrero más pequeño y sufren nuevas tentativas para restringir los derechos de la negociación colectiva. El hambre y la falta de vivienda son parte de la vida de demasiados niños. La mayoría de los americanos temen que nuestra nación y economía se dirijan en la dirección equivocada. Muchos están confusos y consternados por la polarización de cómo nuestra nación podría trabajar conjuntamente para ocuparse del desempleo y los salarios decrecientes, la deuda y los déficits, el estancamiento económico y las crisis fiscales globales. Los trabajadores están legítimamente ansiosos y temerosos sobre el futuro. Estas realidades están en el corazón de las preocupaciones y de las oraciones de la Iglesia en este Día del Trabajo. Como insistió el Concilio Vaticano II, la ´pena y angustia´ de la gente de nuestro tiempo, “sobre todo de los pobres y de todos los afligidos... son también la pena y la angustia de los seguidores de Cristo” (Gaudium y Spes, No. 1). 

Todos estos desafíos tienen dimensiones económicas y financieras, pero también tienen costos humanos y morales inevitables. Este Día del Trabajo necesitamos mirar más allá de los indicadores económicos, los giros de la bolsa y los conflictos políticos y enfocarnos en las cargas, a menudo invisibles, de los trabajadores ordinarios y de sus familias, muchos de ellos están heridos, desalentados y se han venido abajo por esta economía. 

Hace ciento veinte años, en los tiempos de la Revolución Industrial, los trabajadores también enfrentaron grandes dificultades. El Papa León XIII identificó la situación de los trabajadores como el desafío moral dominante de ese tiempo y publicó su innovadora encíclica Rerum Novarum. Esta carta ha sido, por más de un siglo, la piedra angular para la enseñanza social católica y la inspiración para la declaración de este año del Día del Trabajo. Esta oportuna encíclica resaltó la dignidad inherente del trabajador en medio de los cambios económicos masivos. La carta de gran alcance del Papa León rechazó el capitalismo desenfrenado que podría despojar a los trabajadores de su dignidad humana dada por Dios y el socialismo peligroso que podría potenciar al estado sobre todo lo demás de manera destructiva sobre la iniciativa humana. Esta encíclica se recuerda mayormente como la llamada profética de Papa León a la Iglesia a apoyar a las asociaciones de trabajadores para la protección de los trabajadores y la promoción del bien común. 


Costos humanos de una economía en quiebra

Cuando miramos la situación de la gente desempleada y de muchos trabajadores ordinarios, vemos no sólo individuos en crisis económica, sino también los esfuerzos de las familias y las comunidades afectadas. Vemos a una sociedad que no puede utilizar los talentos y las energías de todos los que pueden y deben trabajar. Vemos una nación que no pueda asegurar a la gente que trabaja duro diariamente, que sus salarios y prestaciones podrán mantener a una familia con dignidad. Vemos un lugar de trabajo en donde muchos tienen escasa participación, dominio, o sentido de estar contribuyendo a una empresa común o al bien común. Una economía que no puede proporcionar empleo, salarios decentes y prestaciones y un sentido de participación y de derecho para sus trabajadores está en quiebra en sus formas mas fundamentales. Las muestras de esta economía en quiebra están a nuestro alrededor:

• Cerca de 14 millones de trabajadores están desempleados. Vemos las historias y las fotografías de centenares de personas, incluso miles, haciendo fila para tener la oportunidad, simplemente, de solicitar trabajo. Hay actualmente más de cuatro trabajadores desempleados para cada puesto de trabajo. Muchos han abandonado la búsqueda de un empleo. 

• Está aumentando número de niños (más de 15 millones) y de familias que viven en pobreza. Esto no significa que les falta el último videojuego, significa que carecen de los recursos fundamentales que les proporcionen alimento, abrigo, ropa y otras necesidades. 

• Los trabajadores jóvenes calificados se gradúan con deudas substanciales y pocas o ninguna perspectiva de trabajo. Millones más, sin estudios universitarios ni capacitación especializada, son empujados al margen de la vida económica. Casi la mitad de los parados han estado desempleados por más de seis meses, y muchos han perdido la esperanza de encontrar un nuevo empleo. 

• Nuestra nación enfrenta déficits insostenibles y una deuda cada vez mayor que recaerá sobre nuestros niños en las décadas por venir. 

• La desigualdad en riqueza e ingresos está creciendo entre los relativamente pocos que prosperan y los muchos que padecen carencias. 

• El crecimiento económico es tan lento que nuestra nación no se está recuperando de la crisis económica y tanto los propietarios como los trabajadores tienen dificultad para encontrar oportunidades y soluciones a futuro. 

• Las tensiones económicas están ocasionando adicionalmente división y polarización de nuestra nación y nuestro ámbito público con ataques contra los sindicatos, los inmigrantes y los grupos vulnerables. 

• La debilidad y la agitación económicas aumentan el miedo, la incertidumbre y la inseguridad de los jubilados, las familias y los negocios. 

• La economía global está causando daño a la gente más pobre de los lugares más pobres en la tierra aumentando el hambre, la escasez y la desesperación.

• El estancamiento económico está restringiendo la creatividad, la iniciativa y la inversión de aquellos que podrían hacer las cosas mejores, pero se retienen por las demandas de ganancias a corto plazo, la incertidumbre y otras barreras.

Estas carencias y desafíos no son sólo económicos, sino también éticos. No son sólo institucionales, sino también personales. La economía es una interacción increíblemente compleja de mercados, de intereses, de instituciones y de estructuras formadas por gente que toma decisiones innumerables basadas en una gran variedad de obligaciones, de expectativas, de motivos y de opciones. Las instituciones financieras que se suponían responsables no lo fueron. Algunas buscaron ganancias a corto plazo y no tomaron en cuenta las consecuencias de largo plazo. Algunos particulares también tomaron decisiones irresponsables, permitiendo que sus deseos por las cosas, la avaricia y la envidia invalidaran el buen juicio y su capacidad financiera. Consecuentemente, la gente perdió sus trabajos, sus hogares, sus ahorros y planes de jubilación y tanto más. Más significativa fue la pérdida de la credibilidad y la confianza. Todavía estamos pagando los terribles costos económicos y morales de estas faltas. La falta de honradez, la irresponsabilidad y la corrupción deben rendirse ante la integridad, la responsabilidad y lo que el papa Benedicto llama " gratuidad", una clase particular de generosidad se centró en el bien de los otros y el bien de todos. Como dijo en Caritas in Veritate, "Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.” (No. 35) 


La enseñanza de la Iglesia sobre el trabajo y los trabajadores 

Nuestra fe nos da una manera particular de mirar esta economía en quiebra. De los profetas del Antiguo Testamento al ejemplo de la Iglesia temprana guardado en el Nuevo Testamento, aprendemos que Dios cuida para del pobre y vulnerable, y mide la fe de la comunidad por el trato a los marginados. Jesús, en su tiempo en la tierra, nos enseñó acerca de la dignidad del trabajo y que seríamos juzgados por nuestra respuesta hacia “los más pequeños" (Mt 25). Los cristianos necesitamos estudiar cuidadosamente lo que Jesús nos enseñó sobre el uso del dinero y la riqueza, el espíritu de compromiso y desprendimiento, la búsqueda de justicia y cuidados para los necesitados, y el llamado a buscar y servir al reino de Dios. De acuerdo con estos valores de la Sagrada Escritura, nuestra Iglesia se ha centrado en el trabajo, los trabajadores y la justicia económica en una serie de los encíclicas papales que empezaron con la Rerum Novarum. 

Esta larga tradición pone al trabajo en el centro de la vida económica y social. En la enseñanza católica, el trabajo tiene una dignidad inherente porque el trabajo nos ayuda no sólo a cubrir nuestras necesidades y proveer a nuestras familias, sino también para participar en la creación de Dios y contribuir al bien común. La gente necesita el trabajo no sólo para pagar las cuentas, poner alimentos en la mesa y conservar sus hogares, sino también para expresar su dignidad humana y enriquecer y consolidar la comunidad (Gaudium et Spes, No. 34). El trabajo del ser humano representa "la colaboración del hombre y de la mujer con Dios para el perfeccionamiento de la creación visible” (Catecismo de la iglesia católica, No. 378). 

Durante el siglo pasado, la Iglesia ha advertido en varias ocasiones sobre los peligros morales, espirituales y económicos de la expansión del desempleo. Según el catecismo, “La privación de empleo a causa de la huelga es casi siempre para su víctima un atentado contra su dignidad y una amenaza para el equilibrio de la vida. Además del daño personal padecido, de esa privación se derivan riesgos numerosos para su hogar “ (No. 2436). Uno de los aspectos más preocupantes en el debate público actual, es lo poco que se centran en el desempleo masivo y en que hacer para conseguir pueda trabajar de nuevo. En la Gaudium et Spes, el Concilio Vaticano II declaró “es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente” (No. 67). Como el papa Benedicto advierte, “El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual” (Caritas in Veritate, No. 25). Una sociedad que no puede utilizar el trabajo y la creatividad de muchos de sus miembros está fallando económica y éticamente. 


Los trabajadores y sus sindicatos: afirmación y desafío

Comenzando con la Rerum Novarum, la Iglesia ha apoyado constantemente los esfuerzos de los trabajadores para unirse en sindicatos para defender sus derechas y para proteger su dignidad. El Papa León XIII enseñó que el derecho de los trabajadores de elegir formar un sindicato se basa en un derecho natural y que es obligación del gobierno proteger este derecho en lugar de socavarlo (Rerum Novarum, No. 51). Esta enseñanza ha sido afirmada constantemente por sus sucesores. El papa Juan Pablo II, en su importante encíclica Laborem Exercens, observó que “La defensa de los intereses existenciales de los trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego sus derechos, constituye el cometido de los sindicatos. La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas”(No. 20). Recientemente, en Caritas en Veritate, papa Benedicto XVI dijo, "la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum, a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer..." (No. 25). 

Ha habido algunos esfuerzos, como parte de conflictos más amplios sobre presupuestos del estado, para quitar o para restringir los derechos de los trabajadores en la negociación colectiva así también para limitar el papel de los sindicatos en el lugar de trabajo. Los obispos en Wisconsin, Ohio y también de otras partes han delineado fidedigna y cuidadosamente la enseñanza católica sobre los derechos del trabajador, aconsejando que los tiempos difíciles no deben llevarnos a ignorar los derechos legítimos de los trabajadores. Sin avalar cada táctica de los sindicatos o cada resultado de la negociación colectiva, la Iglesia afirma los derechos de los trabajadores empleados públicos y privados a elegir, reunirse, formar y pertenecer a sindicatos, para negociar colectivamente, y para tener una voz eficaz en el lugar de trabajo. 

La relación de la Iglesia con el movimiento laboral es de apoyo y desafío. Nuestra Iglesia continúa enseñando que los sindicatos siguen siendo un instrumento eficaz para proteger la dignidad del trabajo y los derechos de los trabajadores. En su mejor, los sindicatos son importantes no sólo por la protección y las ventajas económicas que pueden proporcionar a sus miembros, sino especialmente como portavoces y por la participación pueden ofrecer a los trabajadores. Son importantes no sólo por el alcance que ofrecen a sus miembros, sino también por las contribuciones que hacen a la sociedad entera.

Esto no significa que cada resultado de la negociación es responsable o que todas las acciones los sindicatos particulares--o empleadores en esa materia-amerite ayuda. Los sindicatos, como otras instituciones humanas, se pueden emplear mal o pueden abusar de su papel. La Iglesia ha exhortado a los líderes del movimiento laboral a evitar las tentaciones del partidismo excesivo y la búsqueda solamente de intereses reducidos. Los trabajadores y sus sindicatos, así como los patrones y sus negocios, todos tienen responsabilidad de buscar el bien común, no sólo sus propios intereses económicos, políticos, o institucionales. La enseñanza de que los trabajadores tienen el derecho de elegir libremente formar y pertenecer a los sindicatos y a otras asociaciones sin interferencia ni intimidación, es intensa y constante. Al mismo tiempo, algunos sindicatos en diferentes lugares han tomado posiciones públicas que la iglesia no puede apoyar, que no pueden apoyar muchos sindicalistas y que tienen poco que ver con los derechos del trabajo o de los trabajadores. Los líderes de la Iglesia y del movimiento laboral no pueden evitar estas diferencias, pero deben tratarlas sobre las bases de un diálogo respetuoso y sincero. Esto no debe guardarnos trabajar personalmente y juntos en potenciar las prioridades comunes de proteger los derechos de los trabajadores, la justicia económica y social, superar la pobreza, y crear oportunidades económicas para todos. 


Permanecer al lado del pobre y el vulnerable

Como se puede observar este Día del Trabajo, nuestra nación hace frente a un debate polémico y necesario sobre cómo reducir la deuda y los déficits insostenibles, crecer y consolidar la economía, crear trabajos y reducir la pobreza. En esta continua discusión sobre cómo distribuir los escasos recursos y compartir los sacrificios y las cargas, nuestra fe ofrece un criterio moral claro: dar prioridad a la gente pobre y vulnerable. 

Esta es la razón por la cual los obispos católicos de los Estados Unidos se han unido con otras iglesias cristianas en una iniciativa sin precedente para formar un " Círculo de Protección" que defienda, mejore y consolide los programas esenciales que protegen las vidas y la dignidad de la gente pobre y vulnerable. Las declaración es un llamado a evaluar "cómo afectan los posibles aumentos de presupuesto a aquellos que Jesús llamó ´mis hermanos más pequeños´ (Mt 25:45 )".

Una tarea fundamental es crear trabajos y estimular el crecimiento económico. Un trabajo decente con un sueldo decente es el mejor camino para salir de la pobreza, y recuperar el crecimiento es una poderosa manera de reducir los déficit. 

En nuestras cartas al Congreso, los obispos escribimos como pastores y maestros, no como expertos ni afiliados a algún partido. Reconocemos la obligación de poner en orden nuestra casa financiera y sugerimos que: 

Un criterio justo para futuros presupuestos no puede basarse en recortes desproporcionados en servicios esenciales para los pobres. Requiere que todos compartamos los sacrificios, incluyendo un aumento adecuado de los ingresos, la eliminación de gastos militares innecesarios y afrontar, en lo posible, los costos a largo plazo de seguro medico y programas de retiro. 

Pensamos que la medida moral de este debate presupuestario no es qué partido gana o qué intereses poderosos vencen, sino cómo les afecta a los desempleados, los hambrientos, los sin techo y los pobres. Sus voces no suelen escucharse en estos debates, pero ellos tienen el reclamo moral más convincente en nuestras conciencias y en nuestros recursos comunes. 


Criterio católico para la vida económica En la reconstrucción de confianza en la vida económica, respondiendo al sufrimiento del desempleado y a los miedos de tantas personas en nuestra nación, nuestra fe católica ofrece un conjunto claro de guías morales trazadas dentro de un "Criterio Católico para la Vida Económica”. Este útil criterio insiste, "La economía existe para la persona, no la persona para la economía" y haciéndose eco de las palabras de Juan Pablo II, la tradición católica invita a formar “una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación” que “no se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad”. (Centesimus Annus, No. 35). 
Un camino por andar: la búsqueda de la acción conjunta

A veces los apuros económicos ponen en evidencia lo peor de nosotros. La incertidumbre y el miedo nos obligan a luchar por nuestros propios intereses y aprovecharnos para obtener ventajas. Hay demasiados dedos señalando y acusando a otros y a las tentativas de sacar provecho en el terreno político y económico. Hemos visto intentos de limitar o suprimir elementos de la negociación colectiva y de restringir el papel de los trabajadores y sus sindicatos. 

Algunos demonizan al mercado o al gobierno como la fuente de todos nuestros problemas económicos. Los inmigrantes han sido culpados injustamente por algunos de los problemas económicos actuales. Demasiado a menudo, se presta atención a las voces más fuertes y se produce un círculo vicioso predecible de culpa y evasión, pero hay pocas acciones eficaces dirigidas a resolver los problemas fundamentales.

Existe otra manera de responder a la difícil situación en que nos encontramos. Podemos comprender y actuar como parte de una sola economía, una sola nación y una sola familia humana. Podemos reconocer nuestra responsabilidad por las acciones -grandes o pequeñas- con las que hemos contribuido a esta crisis. Podemos asumir la responsabilidad de trabajar unidos para superar el estancamiento económico y todo lo que viene con él. Podemos respetar claramente la legitimidad y las funciones de los demás en la vida económica: comercial y laboral, del sector privado y público, de instituciones con y sin fines de lucro, religiosas y académicas, de la comunidad y del gobierno. Podemos evitar cuestionar las intenciones de los demás. Podemos defender nuestros principios y prioridades con convicción, integridad, cortesía y respeto por los demás. Podemos buscar puntos en común y aspirar al bien común. Podemos animar a todas las instituciones en nuestra sociedad a que trabajen juntas para reducir el desempleo, promover el crecimiento económico, superar la pobreza, aumentar la prosperidad, llegar a un acuerdo y hacer los sacrificios necesarios para comenzar a curar nuestra quebrada economía. 

La seriedad y el peligro de la situación económica actual exigen un compromiso de todos los sectores para unirse, idear y reconstruir una economía más fuerte que garantice la dignidad de todos, especialmente ofreciendo oportunidades laborales. Ninguna entidad puede salvar la economía por sí sola, y todas las instituciones deben ir más allá de sus intereses particulares. Para poder tomar medidas coordinadas y de conjunto, se deben abrir o fortalecer líneas de diálogo entre los gobernantes, empresarios, sindicatos, inversores, entidades financieras, instituciones educativas y sanitarias, filántropos, comunidades religiosas, desempleados y quienes viven en la pobreza, de modo que se pueda establecer una base común para buscar el bien común en la vida económica. Como han dicho muchas veces los obispos católicos: “El proceder católico es reconocer el rol esencial y las responsabilidades complementarias de las familias, las comunidades, el mercado y el gobierno para trabajar juntos en la superación de la pobreza y el fomento de la dignidad humana” (Un lugar en la mesa, 18). 


Conclusión: Una palabra de esperanza y compromiso

Para los cristianos no es suficiente reconocer las dificultades actuales. Somos un pueblo con esperanza, comprometido a rezar, a ayudar a los que enfrentan dificultades y a colaborar con otros para construir una economía mejor. Nuestra fe nos da fuerza, dirección y confianza para estas tareas. Como nos anima el Papa Benedicto: 

En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del propio trabajo y de la propia inventiva (Caritas in veritate, 50).

Debemos recordar que en el centro de todo lo que hacemos como creyentes debe estar el amor, ya que el amor es lo que honra la dignidad del trabajo como participación en la creación de Dios, y el amor es lo que valora la dignidad del trabajador, no solo por la labor que realiza, sino sobre todo por la persona que es. Este llamado de amor es también una obra de fe y una expresión de esperanza. 

En este Día del Trabajo de 2011, estamos inmersos en una crisis económica continua y se nos llama a renovar nuestro compromiso con la tarea que Dios nos dio de defender la vida y la dignidad de la persona, enaltecer el trabajo y defender a los trabajadores con esperanza y convicción. Éste es un momento para la oración, la reflexión y la acción. En las palabras de nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI:

La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. (Caritas in Veritate, 21).


Autor: Mons. Stephen E. Blaire
Obispo de Stockton
Presidente del Comité de Justicia Nacional y Desarrollo Humano
Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos

LA FAMILIA, LUGAR ORIGINARIO DE LA EDUCACIÓN

LA FAMILIA, LUGAR ORIGINARIO DE LA EDUCACIÓN
CARLOS CAFFARRA




A veces procedemos con justicia y a veces no lo hacemos, pero si nos preguntan: “¿Y cómo te gustaría ser tratado, algunas veces con justicia y otras injustamente o siempre con justicia?”, estoy seguro de que la respuesta es “Siempre en forma justa”. Nadie desea ser tratado injustamente, ni siquiera a veces.
Decimos la verdad y no engañamos al prójimo, pero a veces puede ocurrir que mintamos y lo engañemos. No obstante, si alguien nos preguntara “¿Y tú deseas ser engañado a veces?”, estoy seguro de que nadie respondería seriamente que le gusta ser engañado o lo desea. Podría proseguirse con estos ejemplos. Estos son suficientes para llegar a hacer un extraordinario descubrimiento sobre nosotros mismos. Cada uno de nosotros sabe distinguir entre “actuar con justicia y actuar con injusticia”, entre “estar en la verdad y ser engañados”. Además de eso, cada uno de nosotros desea la justicia, la verdad. El ser humano posee la admirable capacidad de distinguir entre justicia e injusticia o verdad y error y desear una de las dos cosas, prefiriéndola a la otra.
En todo caso, el descubrimiento no se detiene en este punto: aun cuando deseemos la justicia, podemos querer tratar a otro con injusticia; aun cuando deseemos la verdad, podemos decidir engañar a otro. Así, puede producirse una “grieta” en nuestro interior entre lo que conocemos y deseamos y aquello que de hecho llevamos a cabo.
Esta “grieta” no es producto del azar, sino producto de cada uno de nosotros, es obra nuestra. El conocimiento-deseo (la justicia, la verdad...) piden a nuestra persona realizarse concretamente. Recurren a “algo” que está en nosotros. Este algo tiene un nombre y se llama libertad. Ésta se nos presenta, por consiguiente, como la capacidad de satisfacer o no el “deseo” que reside dentro de nuestra persona.
A partir de estos sencillos ejemplos tomados de nuestra experiencia cotidiana, descubrimos quiénes somos: somos un gran “deseo” (de justicia, de verdad, de amor...) cuya realización es encomendada a nuestra “libertad”. Podemos decir lo mismo de la siguiente manera: somos peregrinos hacia la beatitud movidos por nuestra libertad.
Con todo, siento que alguien se preguntará qué relación tiene todo esto con la educación. Así es: veremos en seguida que el ser humano necesita, pide ser educado, precisamente porque es “peregrino-mendigo de la beatitud”, en un peregrinaje que debe ser llevado a cabo por su libertad.
Podemos comprender esto partiendo de una de las páginas más “sugerentes” de todo el Evangelio: el encuentro de María e Isabel (cfr. Lc 1, 39-45)
Entre los millones de seres humanos que poblaban la tierra, había llegado uno que era Único, esperado por milenios: el Hijo de Dios que vino a habitar entre nosotros. Nadie había sentido su presencia: sólo su madre. Las dos mujeres se encuentran. ¿Y qué ocurre? Ese ser humano que estaba en el vientre de Isabel “exultó” porque en ese momento sintió la presencia de Dios mismo en el mundo: junto a él.
También Juan, ese niño que entró al mundo seis meses antes, había iniciado su “peregrinación hacia la beatitud”, como todo ser humano. ¿Qué le sucedió? Experimentó una Presencia que introdujo en su corazón un “sobresalto de alegría”. Y Juan nunca olvidó ese “sobresalto de alegría”. Convertido en adulto, morirá a causa de la justicia y la santidad del amor conyugal.
Intentemos ahora agrupar los elementos fundamentales de esta extraordinaria situación.
Una persona está entrando en el mundo, y hemos visto de qué “equipaje” está dotada. Y más bien quién es: un peregrino-mendigo de beatitud, confiado a su libertad. En este mundo, descubre una Presencia, la Presencia de Alguien. El descubrimiento genera en él un sobresalto de alegría: la certeza de no ser defraudado en su deseo, de que su peregrinaje no es hacia la nada. Ha podido descubrir esta Presencia porque una mujer se la ha hecho “sentir próxima”. Ahora bien, éstos son los elementos fundamentales de la “comunicación educativa”.
Un persona humana que entrando al mundo inicia su peregrinaje hacia la beatitud, pide ser “ayudada” y encuentra a otras personas.
Éstas lo hacen sentir o no lo hacen sentir una Presencia. Y en esta “comunicación”, la nueva persona consigue o bien no consigue la plena libertad de caminar.
El “punto esencial” de este acontecimiento, que es la educación, consiste en comprender debidamente qué significan las palabras “personas que lo hacen sentir/no sentir una Presencia”. Éste es, en realidad, el “corazón” de la relación educativa. Intentaré una vez más explicarme con algún ejemplo.
Todos saben que uno de los momentos más difíciles de toda nuestra vida han sido los primeros días de la misma. La dificultad consistía en encontrarse dentro de una realidad totalmente distinta a aquella en la cual vivíamos en el cuerpo materno. En una palabra: la dificultad del contacto con la realidad.
Detengámonos un momento para reflexionar en lo que significa “contacto con la realidad”, partiendo siempre de experiencias muy comunes.
Si accidentalmente pongo mi mano sobre una plancha caliente, siento un terrible dolor y de inmediato retiro la mano. He tenido un contacto con la realidad, un contacto puramente físico. El hecho está conducido, más bien dominado por el principio del placer/dolor. ¿Es el único contacto posible con la realidad?
Consideremos otro ejemplo. Nos encontramos con muchas personas. A algunas de ellas ni siquiera las conocemos y a otras las conocemos; pero en un momento dado, una de estas personas nos parece “distinta a todas las demás” y entre mil conocidos, “única e insustituible”. ¿Qué ha ocurrido? Hemos visto en esa persona “algo” que no habíamos visto en ninguna otra y nos ha hecho exclamar “¡Qué maravilla que existas!” y en definitiva “¡Qué lindo es vivir! Es la experiencia de una Presencia dentro de la realidad concreta, que nos ha hecho “sobresaltarnos de alegría”. ¿Qué significa entonces “la persona necesita-pide ser educada”? Significa: necesita-pide entrar en contacto con la realidad para sentir en la misma una Presencia que la haga “sobresaltarse de alegría”, que le dé la certeza de que vale la pena vivir, precisamente debido a esta Presencia. Educar significa introducir a la persona en la realidad de tal manera que se sienta como acogida por un Destino bueno.
De lo dicho se desprende que la educación puede ocurrir únicamente en el interior de una relación entre personas, en el interior de una “comunicación indirecta” que circula de “persona a persona”.
Existe una comunicación directa entre las personas. Cuando un profesor quiere enseñar a dividir, entrega al niño algunas reglas. Si es un buen profesor, si el niño presta atención y es algo inteligente, comprende esas reglas y ha aprendido a dividir. Ha habido una comunicación (de un saber, en este caso) y ha sido directa, en el sentido de que se han aprendido ciertos conocimientos mediante ciertos razonamientos simples. Veamos otro ejemplo.
Un joven se da cuenta muy pronto de que en su corazón tiene un profundo deseo de justicia y en el mundo muchas personas actúan injustamente, por lo cual tarde o temprano puede encontrarse en una situación en la cual debe elegir entre soportar una injusticia o cometerla para no ser víctima de ella. Y se pregunta si es mejor soportar una injusticia o cometerla, si es preferible ser engañados o engañar.
¿Cómo se puede convencer a ese joven muchacho de que es mejor soportar una injusticia que cometerla, es decir, que ser justos y estar en la verdad es, entre lo que existe, lo más precioso, bello y digno de buscarse y desearse?
Opera únicamente la confianza otorgada a la persona que lo educa y por consiguiente le entrega la propuesta según la cual en la vida es mejor dar que recibir. Es una comunicación indirecta.
Es éste el motivo por el cual el primer lugar de origen de la educación de la persona es la familia. De hecho, la misma está constituida por la relación interpersonal padres-hijos. Es una relación en la cual el hijo es acogido por sí mismo, puesto que en la familia la nueva persona es acogida en su valor puro y simple. Y así, recíprocamente, la nueva persona toma contacto con la realidad no como algo hostil, sino como acogida.
“La madre se encuentra en el principio del mundo del niño, mundo en el cual éste vive una relación simbiótica en que ni siquiera tiene conciencia de la diferencia entre él y el mundo.
“Durante toda la vida, el niño vivirá el ser de acuerdo con la temperatura emotiva originaria con la cual vivió su relación con la madre.
“El ser, el otro, el mundo se reconocerá como residencia acogedora, cargada positivamente, originaria y fundamentalmente benévola. Si no se ha otorgado esta experiencia, hay un obstáculo para la persona humana en la percepción de la verdad fundamental metafísica según la cual el ser es bien” (H.U. von Balthasar).
Nada ni nadie jamás podrán sustituir esta relación “de persona a persona” en la educación.
Nos encontramos hoy, sin embargo, en una situación que yo llamaría de “desierto educativo”.
Hemos dicho que cada uno de nosotros es “un gran deseo (de justicia, de verdad, de amor...) cuya realización se encomienda a nuestra libertad”. Tiene sentido hablar de educación precisamente porque este deseo es el hombre.
¿Y si se apaga el deseo en el corazón del hombre? ¿Qué sucede? ¿Qué ocurre con la libertad? Apagar el deseo en el hombre es algo que sucede cuando se introduce en el corazón del hombre la sospecha de que aquello que se desea no existe: que su deseo no tiene sentido porque carece de contenido. Eso ocurre cuando se afirma, cuando se enseña que no existe una verdadera distinción entre justicia e injusticia (y se actúa como si no existiera), porque puramente existen la utilidad y el interés. Eso ocurre cuando se afirma que no existe la verdad, sino únicamente opiniones. Eso ocurre cuando se afirma que no es posible amarse verdaderamente y la relación entre las personas sólo puede configurarse como coexistencia regulada por egoísmos en oposición. En este punto, el hombre se sumerge en el más puro relativismo.
¿Y qué ocurre entonces en su corazón? Se extingue o al menos se entorpece el deseo. ¿De qué es peregrino el hombre? Peregrino de la nada. Educar resulta imposible.
Las consecuencias en la libertad pueden explicarse con un ejemplo muy sencillo. Imaginemos que al coser olvidamos hacer el nudo en el hilo. ¿Qué sucede? Seguimos cosiendo... sin jamás coser.
Así, una libertad desarraigada de los verdaderos deseos del hombre, de sus “naturales inclinaciones” (Santo Tomás), es una libertad que ya no sabe hacia adónde moverse, hacia adónde ir, es decir, ya no sabe por qué elige lo que elige. Por lo tanto, todo y lo contrario merecen ser elegidos y al mismo tiempo nada merece ser elegido. La libertad se reduce a mera espontaneidad.
A esto he llamado “desierto educativo”. El desierto es el lugar donde ya no hay agua y donde ya no hay caminos.
La ayuda que debe el pastor a los padres

A la luz de la anterior reflexión, es fácil comprender ahora qué debe dar un pastor de la Iglesia a los padres como ayuda en su tarea educativa: es una ayuda que se sitúa en dos niveles.
Primero: apoyar su autoridad educativa. No hay educación donde no existe autoridad educativa. ¿Qué entiendo por autoridad educativa? Educar significa introducir a una persona en la realidad. Introducir a una persona en la realidad significa ofrecerle una hipótesis para interpretar la realidad misma (el mapa geográfico que le permite moverse en la “región del ser”). Nadie ofrece lo que no tiene. Por consiguiente, no se puede educar sin estar en posesión profunda y vivida de una interpretación de la realidad, considerada la única verdadera también sobre la base de la propia experiencia. Autoridad educativa significa posesión segura y vivida de una propuesta de interpretación de lo real, que se ofrece-propone para la verificación existencial de quien es educado.
Para los padres cristianos, la única verdadera “hipótesis” interpretativa es la fe cristiana: la educación cristiana es la forma más elevada del testimonio cristiano, porque en la misma (educación) la fe se convierte en un don hecho al otro para que dicho testimonio sea generado.
La cooperación principal y fundamental que los pastores de la Iglesia deben ofrecer a los padres es la enseñanza de la verdad de la fe como clave para la interpretación de la totalidad de la vida humana.
Esta cooperación es hoy día aún más necesaria debido al “desierto educativo” sobre el cual hablaba anteriormente: los educadores inseguros parten habiendo fracasado.
Segundo: apoyar su libertad educativa. De acuerdo con la visión cristiana, la libertad es la capacidad de hacer lo que deseo haciendo lo que debo. Libertad educativa significa capacidad de educar, educando en la fe. Entendida de esta manera, la capacidad es acechada tanto desde el interior como desde el exterior de la persona del educador.Desde el interior: existe también en los padres la tentación permanente de rendirse ante las dificultades educativas, de carácter intrínseco en el acto educativo mismo. El pastor debe proporcionar a los padres la ayuda espiritual requerida para que sepan hacer obrar el don recibido en el sacramento del matrimonio.Desde el exterior: la libertad educativa a menudo es desconocida o negada por la sociedad. El pastor debe defender también públicamente este derecho fundamental de la familia. “Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (II Tim 1,6): así escribía Pablo a su discípulo Timoteo. Esto es substancialmente aquello que los padres tienen derecho a recibir de los pastores: ser ayudados permanentemente a reavivar en sí mismos ese don de Dios que hay en ellos, el don de la capacidad de generar en sentido pleno una persona humana.