Si abrimos el corazón, sí hay tiempo, mucho tiempo, para ayudar, para acompañar, para servir, para amar.
Un niño invita a su padre o a su madre a jugar un rato. ¿Respuesta? “No tengo tiempo”. Luego el padre o la madre dedican más de dos horas al chat.
Un joven llama por teléfono a su amigo. Quiere desahogarse, ser escuchado. Después de 5 minutos, del otro lado escucha: “Mira, ahora estoy muy ocupado y no tengo tiempo para seguir. Si quieres, otro día hablamos”. Luego, el amigo “muy ocupado”, se sienta en un sofá para matar la tarde con un videojuego.
La esposa le pide al esposo salir de compras. Él le dice que no tiene tiempo. Luego, le llaman sus amigos para ir a jugar golf. Y va.
Las situaciones son muchas. Los motivos para decir “no tengo tiempo” cambian de persona a persona. Unos, realmente válidos, indican que tenemos urgencias inderogables: si hay un familiar enfermo tenemos que ir al hospital y por eso decimos “no tengo tiempo” a quien nos pida algo en este momento. Otros, menos válidos (a veces fútiles) simplemente nacen de nuestras preferencias, gustos, planes personales.
Si preferimos un rato de televisión en vez de escuchar a un anciano que quiere ser atendido, no digamos “no tengo tiempo”. Seamos sinceros, y digamos, al otro y a nosotros mismos, que preferimos descansar en vez de ese gesto hermoso pero a veces difícil de ofrecer oídos, corazón y tiempo a quien nos lo pide.
Sólo cuando seamos sinceros y determinemos con claridad dónde se nos escapa el tiempo, qué gustos nos atan a banalidades o a cosas serias pero no imprescindibles, cómo perdemos momentos preciosos de la propia vida en asuntos que satisfacen provisionalmente pero luego nos dejan descontentos y vacíos, podremos tener el valor de reorientar nuestras preferencias.
Si, además, abrimos el corazón a las luces de Dios, si dejamos purificar el alma de avaricias y perezas que nos atan al mundo y a la carne, descubriremos que sí hay tiempo, mucho tiempo, para ayudar, para acompañar, para servir, para amar, sobre todo a quienes viven a nuestro lado.
Un niño invita a su padre o a su madre a jugar un rato. ¿Respuesta? “No tengo tiempo”. Luego el padre o la madre dedican más de dos horas al chat.
Un joven llama por teléfono a su amigo. Quiere desahogarse, ser escuchado. Después de 5 minutos, del otro lado escucha: “Mira, ahora estoy muy ocupado y no tengo tiempo para seguir. Si quieres, otro día hablamos”. Luego, el amigo “muy ocupado”, se sienta en un sofá para matar la tarde con un videojuego.
La esposa le pide al esposo salir de compras. Él le dice que no tiene tiempo. Luego, le llaman sus amigos para ir a jugar golf. Y va.
Las situaciones son muchas. Los motivos para decir “no tengo tiempo” cambian de persona a persona. Unos, realmente válidos, indican que tenemos urgencias inderogables: si hay un familiar enfermo tenemos que ir al hospital y por eso decimos “no tengo tiempo” a quien nos pida algo en este momento. Otros, menos válidos (a veces fútiles) simplemente nacen de nuestras preferencias, gustos, planes personales.
Si preferimos un rato de televisión en vez de escuchar a un anciano que quiere ser atendido, no digamos “no tengo tiempo”. Seamos sinceros, y digamos, al otro y a nosotros mismos, que preferimos descansar en vez de ese gesto hermoso pero a veces difícil de ofrecer oídos, corazón y tiempo a quien nos lo pide.
Sólo cuando seamos sinceros y determinemos con claridad dónde se nos escapa el tiempo, qué gustos nos atan a banalidades o a cosas serias pero no imprescindibles, cómo perdemos momentos preciosos de la propia vida en asuntos que satisfacen provisionalmente pero luego nos dejan descontentos y vacíos, podremos tener el valor de reorientar nuestras preferencias.
Si, además, abrimos el corazón a las luces de Dios, si dejamos purificar el alma de avaricias y perezas que nos atan al mundo y a la carne, descubriremos que sí hay tiempo, mucho tiempo, para ayudar, para acompañar, para servir, para amar, sobre todo a quienes viven a nuestro lado.
Autor: P. Fernando Pascual LC.
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