Cada
bautizado, en cualquier lugar del mundo, está a prueba como oro en el crisol.
A lo largo de los siglos ha habido hombres y mujeres
deseosos de volver a las fuentes del cristianismo. ¿Por qué? Porque la
experiencia cristiana puede quedar oscurecida y adulterada entre las mil mareas
que surgen en las diferentes épocas de la historia.
Además, cada corazón descubre dentro de sí las fuerzas
del hombre viejo, ese modo de pensar y de comportarse que no nace de la nueva
vida en Cristo, sino de las pasiones y de la mentalidad de este mundo. Esas
fuerzas son capaces de anular aspectos esenciales de la fe católica.
Cristo había indicado con palabras claras cuáles son
las exigencias del Evangelio: hay que renunciar a la propia vida (cf. Mt
16,24-26), no volver la vista atrás (cf. Lc 9.62), y dejarlo todo
por el Reino de los cielos (cf. Mt 13,44-48).
San Pablo reprochaba a algunos de los primeros
cristianos por haber abandonado a Cristo para volver a actuar según la carne:
“¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue
presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una sola cosa:
¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación?
¿Tan insensatos sois? Comenzando por el espíritu, ¿termináis ahora en la
carne?” (Ga 3,1?3).
San Pedro dirige palabras apasionadas a quienes, tras
haber iniciado el buen camino, vuelven a las malas acciones de la vida pasada:
“Porque si, después de haberse alejado de la impureza del mundo por el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en
ella y son vencidos, su postrera situación resulta peor que la primera. Pues
más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez
conocido, volverse atrás del santo precepto que le fue transmitido. Les ha
sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: «el perro vuelve a su vómito» y «la
puerca lavada, a revolcarse en el cieno»” (2Pe 2,20?22).
Lo que denuncia la Biblia vale para cada generación
humana. Cada bautizado, en cualquier lugar del mundo, está a prueba como oro en
el crisol (cf. Sb 3,6). Necesita vivir íntimamente unido a Cristo, en el
Espíritu Santo, como parte de la Iglesia, para resistir las terribles
asechanzas de Satanás (cf. 1Pe 5,8-9).
De ahí nace el deseo de estar cerca de la fuente, del
manantial de aguas vivas, que viene de Cristo y se recibe en el Espíritu Santo
(cf. Jn 4,10-14; Jn 7,37-39). Sólo así es posible un cristianismo
auténtico, limpio, purificado, que va contra corriente y que resiste a las
embestidas de un mundo que odia a los creyentes (cf. Jn 15,18-19).
Volver a Cristo, escuchar su invitación: “convertíos y
creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Ese es el camino de la renovación
auténtica, la que necesita cada bautizado que desea seguir al Maestro, que trabaja
por ser piedra viva de la Iglesia, que suplica la gracia de las gracias: ser
acogido por la misericordia que nos salva, conservar encendida la llama de la
fe hasta la muerte, mientras espera el regreso definitivo del Señor: “¡Ven,
Señor Jesús!” (Ap 22,20).
Por: P. Fernando Pascual LC
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